(Publicado en Diario16 el 18 de enero de 2022)
Cada época de crisis y descomposición tiene a un personaje siniestro como gran protagonista. Napoleón se alzó al poder cuando el sueño de la Revolución Francesa se desmoronaba sin remisión. Hitler aterrorizó al mundo cuando las democracias liberales del siglo XX fracasaban estrepitosamente. Y ahora Putin emerge como gran líder totalitario de este convulso siglo XXI que, quién sabe, podría ser el último en la historia de la humanidad.
Una vez más, Rusia alumbra a un hombre capaz de poner el orden mundial patas arriba. Lenin, Stalin y ahora Vladímir Vladímirovich Putin, el líder que estos días se juega un pulso nuclear con la OTAN en la frontera con Ucrania, colocando a Europa al borde de una guerra de consecuencias imprevisibles. En realidad, Occidente sabe más bien poco sobre quién es este oscuro sujeto. Ha trascendido que en sus años de juventud fue captado como agente del KGB, el sangriento servicio de espionaje de la Unión Soviética, pero más allá de ese dato incompleto y difuso, nos encontramos ante un tipo que ha sabido guardar celosamente su pasado. Todo espía es un hombre sin memoria, sin biografía, sin recuerdos.
Durante un año Putin trabajó en el Instituto Andrópov (la gran academia de espionaje rusa) bajo el falso apodo de Plátov. Más tarde fue enviado como agente secreto a Alemania Oriental, en primera línea de fuego contra el imperialismo yanqui-occidental, y aunque de esa etapa de su vida tampoco conocemos demasiado, tratándose de un hombre que trabajó para Moscú detrás del Telón de Acero no cabe esperar que se dedicara precisamente a la elegante diplomacia, ni a propalar la hermandad y la fraternidad entre los pueblos. Tal como dijo el gran John le Carré en uno de sus novelones sobre la Guerra Fría, “el espionaje no es una partida de cricket”.
Es de suponer, por tanto, que el siniestro Plátov participó en operaciones secretas de gran calado, planes ocultos contra el enemigo, la guerra sucia contra la CIA, en fin. Lo normal en alguien que durante años ha dormido con la cacharra Makárov bajo la almohada, con el miedo constante a ser eliminado, es que desarrolle una personalidad fría, maquiavélica, psicopática, un carácter muy alejado del de un gobernante que predica elevados principios éticos y morales. Alguien así, de pinza averiada, puede apretar el botón rojo nuclear en cualquier momento.
Llama la atención que el abnegado espía del KGB Putin terminara convirtiéndose en un renegado de la extinta URSS. De hecho, él mismo llegó a definir el comunismo como “un callejón sin salida, lejos de la corriente principal de la civilización”. Estaba claro que había cambiado de chaqueta. No extraña, por consiguiente, que en sus primeras actividades políticas se dedicara a abrir nuevos mercados y a privatizarlo todo. Fue así como terminó trabajando con el populista y populachero Boris Yeltsin, ya saben, aquel presidente ruso de nariz color zanahoria y rechonchos carrillos rojizos de tanto darle al vodka que en cierta ocasión, durante una curda antológica en Washington, se paseó en ropa interior por la calle intentando tomar un taxi para ir a comprar una pizza. Ese fue el padre y mentor político del bueno de Vladímir Vladímirovich.
Sea como fuere, la carrera política de nuestro pequeño dictador de Leningrado acabó siendo meteórica. A finales de los noventa, tras la dimisión de Yeltsin, Putin asumió la Jefatura del Gobierno como presidente interino y una de sus primeras medidas fue invadir Chechenia. Era evidente que el mundo estaba ante un hombre sin escrúpulos, un mariscal de bríos belicosos al que le iba la marcha, o sea la guerra. En aquellos años se dispararon los rumores conspiranoicos de que el Kremlin estaba involucrado en los sangrientos atentados terroristas chechenos contra Rusia. Putin se empleó con mano dura contra los insurgentes y a partir de ahí ya no abandonaría el poder jamás.
Finalmente, con poco más de la mitad de los votos, ganó las elecciones presidenciales de 2000, pero sus adversarios políticos, el comunista Guennadi Ziugánov y el reformista Grigori Yavlinski, denunciaron fraude en la votación. O sea, un pucherazo a la rusa. Pese a todo, la comunidad internacional avaló los resultados.
Desde el mismo momento en que Putin instauró su famosa teoría “vertical de poder” (todo un retroceso en el avance hacia la democracia en Rusia), el mundo supo que estaba ante un peligroso dictador de manual. El tirano se blindó hasta tal punto que prohibió que los oligarcas y magnates del país entraran en política, de tal forma que nadie pudiera hacerle sombra. Comenzaba la represión, las purgas contra la disidencia, el totalitarismo fascista. Todo ello sin contar con que dio claros síntomas de incompetencia por el desastre en la gestión del submarino Kursk.
Fanático de la lucha deportiva (sambo y judo), machista declarado y hortera capaz de cabalgar a pecho descubierto a lomos de un pobre oso pardo, desde que Putin llegó al poder las libertades se han ido recortando notablemente en toda Rusia. Podría decirse que estamos ante el Trump ruso (quizá por eso, porque son como dos gotas de agua, él y el magnate neoyorquino se entiendan a las mil maravillas). Numerosas medidas políticas ciertamente polémicas han impregnado su mandato de un fuerte tufillo autoritario, como la designación a dedo de los gobernadores provinciales (una cacicada a la rusa), la persecución contra oenegés y organizaciones sociales críticas con el régimen y los recortes a la libertad de expresión, más algunos turbios sucesos como la muerte de varios periodistas en circunstancias poco claras cuando investigaban supuestas violaciones de derechos humanos. Una de las víctimas fue Anna Politkóvskaya, que antes de ser asesinada en el ascensor de su edificio en Moscú denunció amenazas de muerte. Otro macabro caso con ecos internacionales tuvo como protagonista a Aleksandr Litvinenko, exagente de los servicios secretos rusos envenenado con polonio-210 cuando se encontraba en Londres, donde se había refugiado y obtenido la nacionalidad británica. En ambos episodios la prensa occidental señaló a los hombres de Putin como responsables de los crímenes.
Allá donde hay un país en revolución o en conflicto interno está la mano negra del siniestro exespía de la KGB, como cuando se destapó que hackers rusos habían participado como agentes desestabilizadores en el procés de independencia en Cataluña. Las encuestas que últimamente publica el Kremlin dicen que el presidente ruso goza de un 85 por ciento de popularidad, un cuento de hadas que nadie se traga ya y que no tiene otro objetivo que ir preparando al pueblo antes de que Plátov sea designado presidente vitalicio, consumándose así el golpe de Estado.
Sin duda, el delirante Putin atraviesa horas bajas y quizá por eso trata de engatusar al país con el viejo sueño de una Gran Rusia fuerte y unida. Los movimientos de tropas en la frontera ucraniana van camino de confirmar tales planes. Las comparaciones son odiosas, pero todo indica que estamos ante otro peligroso totalitario con delirios de grandeza que ha conseguido aplastar la democracia para gobernar con mano de hierro. Un hombre que, tal como hizo Hitler en su día, amenaza la paz en Europa y en el resto del mundo.
Viñeta: Iñaki y Frenchy
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