(Publicado en Diario16 el 14 de enero de 2022)
Australia es un país serio y avanzado y no podía fallar al pronunciarse sobre el caso Djokovic. Millones de australianos respetuosos con las normas sanitarias no hubieran entendido que su Gobierno dejara competir en el próximo Open a un señorito de la raqueta que no solo no se ha vacunado, tal como estipula la normativa deportiva internacional, sino que ha mentido al aportar la documentación oficial para sortear los controles de aduanas. Aceptar tal privilegio, claudicar ante un magnate del deporte que hace de su capa un sayo saltándose las normas y situándose por encima del bien y del mal, habría sido tanto como firmar el certificado de defunción del Estado de derecho. Ese hubiese sido el final del imperio de la ley, principio fundamental de toda democracia, y por ahí no ha pasado el Ejecutivo australiano, que finalmente ha optado por la deportación.
Hace solo unas horas, el ministro de Inmigración, Alex Hawke, zanjaba el espinoso asunto y volvía a cancelar el visado del jugador serbio. El comunicado ministerial no puede ser más explícito y rotundo: el número uno del mundo representa un riesgo para la comunidad. “Hoy ejercí mi poder bajo la Ley de Migración para cancelar la visa que tenía el señor Novak Djokovic por motivos de salud y buen orden, sobre la base de que era de interés público hacerlo”, alega Hawke. La peor noticia para el deportista serbio es que a partir de ahora se juega que le denieguen la visa durante los próximos tres años, excepto en circunstancias apremiantes que afecten los intereses de Australia. Juego, set y match ball para el Gobierno australiano.
Con todo, al divo de la raqueta aún le queda una bola para sortear este último y definitivo tie-break e intentar empatar el partido: recurrir una vez más ante la Justicia rezando para que le toque en suerte un juez negacionista como él dispuesto a revocar la decisión gubernamental. Ya ocurrió hace unos días, cuando un magistrado australiano se apiadó del tenista y le dio la razón, lo que provocó una explosión de felicidad entre los fans del jugador de todo el mundo, que lo elevaron a los altares como mártir de la libertad. Los seguidores de la estrella tenística –y también los discípulos del movimiento antivacunas más los ultraderechistas y los acólitos del libertarismo ácrata reaccionario siempre dispuestos a aprovechar cualquier causa por descabellada que esta sea para desestabilizar el sistema–, se dejaron llevar por la locura colectiva y acudieron en tropel al hotel donde Djokovic permanecía recluido (por voluntad propia, nadie le impedía volver a su casa en Serbia) a la espera de que las autoridades tomaran una decisión sobre su caso. Allí, bajo la ventana de la habitación de Nole, montaron un absurdo altar fetichista con velas y retratos de su ídolo, como si se tratara de una especie de asesinado en atentado terrorista, un profeta de la nueva religión negacionista o un revolucionario héroe por la libertad. Patético.
En medio de toda esa fiebre delirante sin duda consecuencia de la realidad paralela que se extiende por todo el planeta, la familia del tenista aprovechó para iniciar una cruzada mediática a mayor gloria al pobre Nole, a quien papá Djokovic presentó como una víctima inocente, un represaliado, un secuestrado por el perverso Gobierno australiano. En su chifladura, el capo del clan llegó a comparar a su nene con el mismísimo Jesucristo crucificado, un mesías que en lugar de predicar la paz y el amor entre los pueblos y las gentes va por las pistas de todo el planeta destrozando raquetas en ataques de ira, odio y furia incontenible. La rueda de prensa convocada por el padre del astro de Belgrado fue un episodio esperpéntico que simbolizó a la perfección los tiempos estúpidos de posverdad que vivimos. Convertir a un multimillonario que se salta las reglas, a un pijo redomado que hace su santa voluntad sin que le importe nada ni nadie, a un digno representante del supremacismo más individualista, insolidario y tóxico para la sociedad en una especie de mito, mártir de la libertad o dios de la nueva doctrina negacionista es la prueba definitiva de los tiempos oscuros que vivimos y de que la humanidad ha caído peligrosamente en una especie de agujero negro, retorno al pasado o mundo al revés.
Los deportistas, como ídolos de masas de las sociedades contemporáneas, tienen una gran responsabilidad entre sus manos. No solo son estrellas de un gran espectáculo y un negocio mundial para el goce y disfrute de las masas, sino que deberían asumir el papel de portadores y custodios de los valores más nobles que ha dado el humanismo y la Ilustración. Igualdad de todos ante la ley, educación, respeto, juego limpio, no violencia, cumplimento de las normas, fraternidad, altruismo y otros principios elevados forman parte del código deontológico que todo profesional del deporte está obligado a jurar antes de saltar a una pista o terreno de juego. Sin embargo, este hombre de falsa sonrisa y malos modales competitivos se ha debido equivocar de actividad profesional, ya que entre sus parámetros éticos figura un listado de conductas muy alejadas de lo que debe ser un referente social. Cuando se ensaña a golpes con una raqueta no se ve más que a un troglodita frustrado, mostrando ante todos su triste derrota personal. Ya lo dijo Sartre, la violencia, sea cual sea la forma en que se manifieste, siempre es un fracaso.
Lo que queda de la leyenda Djokovic no es más que un pícaro de la tierra batida que ha hecho del egoísmo, el fraude, el engaño, la mentira, la insolidaridad y el divismo más irracional su equipación deportiva. Ahora amenaza con sacarse de la manga un salvoconducto diplomático que supuestamente le permitiría moverse con entera libertad, y sin rendir cuentas con nadie, de país en país. Otro numerito más de vedete acorralada y rabiosa simplemente porque la ley lo trata como a cualquier otro ciudadano. Nole, gigante olímpico en la pista y enano moral fuera de ella, siempre acaba echando la culpa de sus errores burocráticos a sus abogados y gestores, o sea, el típico ricacho malcriado abusando de su mayordomo Fermín.
ND será el mejor del ranking mundial con la raqueta en la mano, eso no se le discute, pero en el partido de la vida, el más importante de todos, es un pésimo jugador por su altanería, su covidiotismo sonrojante y su falta de compromiso ante una pandemia. Ni siquiera se preocupa de ponerse una simple mascarilla para no contagiar a los niños que se acercan a él a pedirle un autógrafo. Nole es un peligro público, el Gobierno australiano así lo ha entendido y no le ha temblado el pulso a la hora de deportarlo como un asocial. Por suerte, aún pervive algo de cordura, aunque sea en un lejano país que nos coge en las antípodas del globo terráqueo. Siempre nos quedará Australia como epítome último de la democracia y, por supuesto, Rafa Nadal. Ese sí que es un auténtico campeón. Y un señor.
Viñeta: Pedro Parrilla
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