(Publicado en Diario16 el 26 de noviembre de 2022)
Como cada año llega el Black Friday, otra costumbre anglosajona para engordar al gran capital. El personal se lanza a los centros comerciales, a las tiendas y bazares a la caza de la ganga que no llega nunca porque todo es un camelo, una estafa, una inmensa operación de propaganda para generarle ansiedad al consumidor, crearle falsas expectativas y sacarle los cuartos. La Organización de Consumidores y Usuarios (OCU) denunció ayer mismo que el 99 por ciento de las rebajas que se anuncian en los medios de comunicación estos días de viernes negro “no son reales”. Así que cuidado con la cartera.
Por Zygmunt Bauman sabemos que el capitalismo empezó a enfermar cuando pasó del consumo al consumismo, una auténtica revolución social que transformó las conciencias. Nos convirtieron en seres enganchados a la ley de la oferta y la demanda y pasamos de la necesidad de comprar para subsistir a la necesidad del querer o desear algo. Ni el fascismo ni la promesa comunista, las dos grandes ideologías del siglo veinte, marcaron de una forma tan profunda al ser humano como el consumismo, que hace tiempo dejó de ser un sistema de organización de la economía capitalista para convertirse en una herramienta del poder para el control de las mentes. Han transformado a la clientela en autómatas, entes que viven de la sola ilusión de acumular cosas, objetos, productos, y ese espejismo proporciona placer y confort y hace que el alienado, el atontado por el ofertón, se sienta completamente integrado en su realidad, en su comunidad, en su día a día. Consumir ha pasado a ser un ritual y el que no va de Black Friday esta semana febril es una nueva clase de marginado, un paria o desarraigado. Comprar se ha convertido en un acto biológico como el respirar, además de un signo de prestigio y posición, un acto social que profundiza en la desigualdad al reforzar a las clases de arriba distinguiéndolas de las de abajo que no pueden ir de rebajas porque no tienen un clavo. Así se consuma el divide y vencerás, así se revienta, desde dentro, el proletariado.
En el viejo mundo de antes se compraba un objeto porque perduraba, porque era fiable y servía toda la vida (el infalible y eterno reloj suizo, por ejemplo). Hoy se trata de usar y tirar, de tomar parte en la gran ceremonia del derroche y la confusión, y compramos cosas que no necesitamos solo porque somos eslabones, parte del engranaje y del sistema. Sin consumir, la vida no tiene sentido. El homo moderno nace, vive, se reproduce, consume y muere.
El hombre unidimensional de Marcuse, probablemente el libro más subversivo e influyente del siglo XX, analiza con detalle cómo la sociedad industrial nos embruja creándonos falsas necesidades con la complicidad de los medios de comunicación, de la publicidad, de las formas de organización industrial y de las nuevas corrientes de pensamiento como la frívola, vacía y superficial posmodernidad. Ese modelo consumista posindustrial, según Marcuse, ha generado un mundo de “individuos con encefalograma plano”, un concepto que todavía hoy, casi sesenta años después de la publicación del libro, está más vigente que nunca y sigue poniendo los pelos de punta. El hilo musical que nos meten en vena en el centro comercial (lugares sin ventanas para que no veamos cómo pasa el tiempo, no lo olvidemos) termina anestesiándonos y liquidando cualquier atisbo de pensamiento crítico. Décadas de aplicación de ese formidable y aplastante método de organización y control de las masas nos ha llevado hasta donde nos encontramos hoy.
Unos ciudadanos se refugian en sus casas como modernas fortalezas, frente al televisor de plasma, hiperindividualizados, rupturistas, egoístas y sin conciencia de clase ni de ningún tipo (más bien con terror a ser robados por otros). Ya ni siquiera se molestan en ir a votar y caen en el abstencionismo o pasotismo aborregado, gran cáncer de la democracia. Otros deciden buscar el sentido que ya no tiene la vida (todo lo que no sea salir de compras resulta absurdo) en los chats, terapias de grupo, redes sociales, clases de zumba o baile de salón, sectas diversas y movimientos naturistas, negacionistas y conspiranoicos. Es en medio de esa convulsión y caos sociológico, en esa crisis de la democracia provocada por el virus del consumismo como principio y final de todo, donde emergen los nuevos partidos posfascistas nacidos al calor de la posmodernidad y del “pensamiento light”. Salvapatrias, charlatanes y hábiles vendehúmos que saben manipular a los individuos ya lobotomizados y darles una pulsión, una excitación, un motivo existencial que los saque del tedio de la joyería, de la boutique y de la rebajas Black Friday. El cóctel de patrioterismo, machismo y odio gratuito es un chute demasiado fuerte para muchos que hoy viven zombificados sin nada que les interese, ni siquiera el chollo del pantalón vaquero tirado de precio. Ese nihilismo, esa desafección, ese hastío de todo hace que muchos salten del sofá, electrizados, cuando ven a un exaltado fuera de sí prometiéndoles emociones fuertes y anunciando el “apocalipsis comunista” en la televisión.
De nada servirá que Greenpeace saque una enorme pancarta en el centro de Madrid alertando de que el planeta se va al garete por culpa del agotamiento de los recursos naturales y de un sistema económico enfermo y desquiciado que produce más de lo que puede absorber (despilfarro planificado). Ya es demasiado tarde para cualquier tipo de revolución lógica, honesta y justa. El plan para desclasarnos, para idiotizarnos y convertirnos en vegetales sin sentimientos se ha cumplido con un éxito rotundo. Lo que viene después es una pesadilla onírica marcada por la locura, la violencia y una deshumanización irreversible y total.
Viñeta: Pedro Parrilla
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