(Publicado en Diario16 el 20 de octubre de 2022)
La lechuga va camino de durar más tiempo fuera de la nevera que Liz Truss en Downing Street. La primera ministra británica ve cómo en cuestión de días su Gobierno se descompone sin remedio. A la decapitación del ministro de finanzas se une en las últimas horas la dimisión de la ministra del Interior, una mujer que estaba catalogada como dura, euroescéptica y ultranacionalista. Ya no cabe ninguna duda, las ratas que organizaron el Brexit abandonan el barco.
La crisis institucional que persigue a la que pretendía ser nueva Dama de Hierro del Reino Unido (hoy más bien habría que denominarla Dama de Hielo por la facilidad que parece tener para derretirse) ha alcanzado ya tintes de gran desastre de Estado. El partido conservador de los tories que hasta hoy parecían indestructibles, va camino de la demolición. Las últimas encuestas dan más de 36 puntos de diferencia a los laboristas sobre los de Truss, situando a un animoso grupo escocés como líderes de la oposición en el Parlamento de Westminster. Un auténtico descalabro se cierne sobre la derecha clásica anglosajona, una hecatombe política como nunca antes se había visto en el siempre estable, modélico y cimentado sistema democrático británico (probablemente el más sólido y antiguo de Europa). Las razones de este súbito terremoto ocurrido en el mundo conservador de UK son variadas, pero no hay que ser un avezado analista para comprender que los ingleses están pagando las políticas descerebradas de una serie de personajes que, con el camelo del patriotismo y la nostalgia del antiguo Imperio Británico, lograron embaucar al pueblo y convencerlo de que el país nadaría en la abundancia si se salía del euro y de la Unión Europea. Tal como era de prever, la realidad no ha tardado en imponerse a los delirios de Boris Johnson y otros clowns tan inocentemente diabólicos como aquel payaso Pennywise de Stephen King. No han pasado ni dos años desde la fatídica Nochevieja de 2020 en la que Londres y Bruselas negociaron una nueva relación comercial, rompiendo la unidad europea, y los estragos de tan nefasta decisión ya se están dejando notar en los bolsillos de los británicos.
La derecha inglesa empieza a pagar caro su deriva nacionalista. Desde 1990, el partido tory fue virando hacia posiciones radicales y extremistas. El Tratado de Maastricht, que fundó la moderna UE y el mercado único con sus cuatro grandes libertades básicas (libre circulación de bienes, de servicios, de capitales y personas en toda la zona euro), dividió al partido y supuso una auténtica rebelión de un sector de los tories, que rechazaron el acuerdo. La semilla del egoísmo y el odio había sido plantada. A partir de aquello la deriva reaccionaria fue a peor. El Partido de la Independencia del Reino Unido (UKIP), creció como la espuma con un discurso falaz que presentaba a los jerarcas de Bruselas como gente apoltronada en el cargo que vivía por y para arruinar el Reino Unido. Lógicamente, el demagógico discurso euroescéptico fue bien aderezado con una fuerte dosis de patrioterismo barato, xenofobia (recelo contra el inmigrante acusado de todos los males de la economía), rabia contra el sistema y discurso anticomunista. Los laboristas, víctimas de la patraña y de sus propios errores, no pudieron contrarrestar el vendaval extremista que arrasó las Islas de norte a sur y fue así como se puso en marcha la mayor estafa al pueblo de la historia: el referéndum para la salida del espacio común europeo o Brexit. Bajo el eslogan de campaña People’s Pledge (‘compromiso del pueblo’) un grupo de iluminados lanzó la promesa de que si los ingleses votaban sí a la recuperación de la soberanía perdida, en poco tiempo hasta el trabajador más miserable de Manchester viviría como un lord en un castillo gótico escocés con el Rolls aparcado en el jardín, estanques con nenúfares y un criado para servirle el té a las cinco en punto de la tarde. Obviamente, nada de aquello era cierto. Hoy, el país paga los efectos de la inflación; el desabastecimiento producto del aislacionismo vacía las estanterías de los supermercados (donde ya no llegan los tomates españoles); la libra, antiguo orgullo nacional, se tambalea peligrosamente; y la escasez de mano de obra lastra el crecimiento económico. El paraíso fiscal que algunos prometieron alegremente se ha convertido en un infierno.
La dimisión de Boris Johnson por sus fiestas salvajes durante la pandemia aupó al poder a una bisoña Liz Truss, que ha estado a punto de terminar de darle la puntilla al país con su anuncio del plan de rebaja fiscal para los ricos. Cómo de nefasto habrá sido ese absurdo proyecto destinado a seguir esquilmando el Estado de bienestar que hasta los propios mercados han reaccionado violentamente poniendo a su amada patria al borde de la bancarrota. Está claro que los señores del dinero, los caballeros del bombín y el paraguas de la City, no están con Truss.
Hoy, no queda nada de aquella fiebre patriótica que se apoderó de los tradicionalmente juiciosos conservadores británicos en los días más inflamados del Brexit. Las dimisiones, ceses, disensiones, purgas, traiciones y diputados a punto de llegar a las manos están a la orden del día y los tabloides británicos más cavernarios ridiculizan a la primera ministra con viñetas hirientes en sus portadas matutinas. Los mismos que llevaron a la nación al delirante sueño imperialista se esconden tras las cortinas de la corte de Carlos III. A esta hora la situación de Truss es insostenible, todo apunta a que la premier dimitirá en breve y que el oscuro callejón en el que se ha metido el país solo tendrá una salida: la convocatoria de unas elecciones generales que con toda seguridad ganarán los laboristas. En cuestión de meses, los británicos han pasado del ultranacionalismo más retrógrado y populista a pedir ayuda y socorro a la socialdemocracia laborista. El problema es que mucho nos tememos que el destrozo de las políticas trumpistas ya está hecho y que lo del Reino Unido no tenga arreglo a corto plazo. Y todo por un par de fiestas patrióticas patrocinadas por un grupo de libertarios gamberros y borrachos. Espeluznante.
Viñeta: Iñaki y Frenchy
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