(Publicado en Diario16 el 16 de diciembre de 2022)
“Intentaron parar la democracia con tricornios y hoy lo han intentado con togas”, espetó el portavoz socialista en el Congreso, Felipe Sicilia, tras el golpe institucional que el Partido Popular, Vox y Ciudadanos trataron de dar ayer por la vía judicial. La afirmación, una verdad como un castillo para qué vamos a negarlo, encendió los ánimos de sus señorías de la bancada conservadora y ultra, y el hemiciclo acabó convirtiéndose en una trinchera que ni las de Ucrania. Arrimadas comparó a la presidenta Batet con Carme Forcadell, Cuca Gamarra sacó su estilo más flamenco y hooligan, y el ruido, los insultos e improperios por ambas partes lo invadieron todo. Por un momento la democracia se evaporó de la manera más triste y terrible y volvieron los gañidos y ecos de aquellos oscuros tiempos anteriores a nuestra Guerra Civil, cuando el odio entre los padres de la patria se contagió a todo un pueblo. Vox había conseguido lo que quería: convertir las Cortes Nacionales en un ring, consumar su retorno al pasado y reinstaurar el guerracivilismo más ciego y feroz.
No les gustó a populares, voxistas y naranjas que Sicilia los acusara de sacar a pasear a la Brunete judicial, a sus tenientes coroneles con toga. Por la noche, Pedro Sánchez corroboraba esa tesis, aunque midiendo algo más sus palabras, al denunciar una operación o “complot de la derecha política, judicial y mediática” para, mediante la instrumentalización del Tribunal Constitucional de mayoría conservadora, impedir que el Parlamento apruebe las reformas exprés de los delitos de sedición y malversación y del Poder Judicial. Ya no hay ninguna duda de que eso es precisamente lo que está en marcha en España: una cruenta conspiración de grupos reaccionarios, marcadamente trumpistas, para derribar a un Gobierno de coalición que siempre han considerado ilegítimo por rojo, comunista, podemita y masón. Es decir, fascismo puro y duro.
No le demos ya más vueltas. La derecha española no hizo la Transición como es debido, de modo que cuando se declaran constitucionalistas y demócratas todo eso no es más que postureo, apariencia y ficción. Y no hablamos solo de las fuerzas ultraderechistas que siempre estuvieron ahí, hibernadas, aletargadas, dispuestas a renacer de sus cenizas para continuar con el régimen anterior. El PP ha tenido más de cuatro décadas para rehabilitarse, romper con el padre fundador (un ministro franquista) y homologarse a la derecha más aseada de la Europa civilizada. No lo ha hecho. Y lejos de evolucionar hacia el respeto a las reglas de juego democrático, hacia la condena sin ambages de la dictadura y la aceptación de que la historia fue como fue, no como los ideólogos ultras del revisionismo histórico pretenden reescribirla, el enfermo ha ido a peor hasta el punto de que hoy, ya sin complejos, febriles y subidos al enloquecido tanque de Vox, parecen dispuestos a todo. Hasta llegaron a oponerse a la exhumación de los restos de Franco del Valle de los Caídos. Con eso está todo dicho sobre el nivel democrático de esta gente.
Lo que se vivió ayer en el Congreso, quizá la página más desoladora desde que se instauró el régimen del 78, fue la etapa terminal de una enfermedad degenerativa. Desde que Mariano Rajoy fue descabalgado del poder en una moción de censura tan impecable desde el punto de vista moral (el hedor a corrupción ya no podía aguantarse por más tiempo) como ajustada al reglamento parlamentario, los populares no han reconocido la legitimidad del Gobierno de coalición. Ese resentimiento quedó ahí, enquistado, y más tarde lo llevaron hasta las propias urnas, donde perdieron claramente frente a las izquierdas. Debieron haber aceptado la derrota con deportividad y espíritu democrático, asumiendo que los españoles los enviaban a la oposición para que hicieran la reflexión pertinente en la silla de pensar. Tampoco lo hicieron, es más, a día de hoy siguen negando las sentencias judiciales que condenan al partido a título lucrativo como responsable último de la corrupción de aquellos años. A partir de ahí se echaron al monte con todas las consecuencias y saltándose todas las líneas rojas. Pablo Casado entró en una espiral delirante para tratar de derribar al Gobierno que, como decimos, siempre consideró ilegítimo. Se negó a colaborar en la superación de la pandemia, dando la espalda al Ejecutivo y lo que es todavía peor, a su propio país que pedía a gritos unidad en horas dramáticas; intrigó para que la Unión Europea retirara los fondos de ayuda a España; y bloqueó la renovación de los altos cargos del Poder Judicial (a día de hoy Feijóo sigue por esa misma senda enloquecida).
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