(Publicado en Diario16 el 31 de octubre de 2022)
En Brasil murieron 700.000 personas por el covid. Una tercera parte de ellas se podía haber salvado si el Gobierno de Bolsonaro hubiera tomado medidas sanitarias preventivas con antelación. No lo hizo. El líder ultraderechista se dedicó a negar la pandemia, a rechazar el uso de mascarillas y a recomendar a la población que tomara cloroquina, una sustancia que no servía para matar al virus. Ayer, pagó en las urnas no solo la nefasta gestión durante la crisis pandémica, sino el aumento exponencial de la desigualdad social durante sus años de mandato y la progresiva deforestación del Amazonas, el gran pulmón del planeta que a él, como buen neoliberal empeñado en industrializarlo y contaminarlo todo, le importa un bledo.
Lula da Silva se ha alzado con el poder por un estrecho margen de votos (50,90 por ciento frente a 49,10 de su rival), consumando la resurrección política más asombrosa de los últimos años, no solo en el Brasil, sino en el resto del mundo. A Lula lo habían matado y enterrado políticamente por un asunto de corrupción del que era inocente, pero ha vuelto y no con poca fuerza. Aunque la victoria es pírrica, no por ello deja de ser meritoria, sobre todo teniendo en cuenta que su adversario maneja el bulo y la mentira como arma de destrucción masiva de la democracia en las redes sociales, que controla con mano férrea los medios de comunicación y el Ejército y que millones de brasileños adeptos a la Iglesia Evangélica lo siguen como a un dios y le otorgan fervientemente su apoyo haga lo que haga.
Cuando Lula dejó el poder en el año 2010 había cumplido buena parte de su programa político. Prometió acabar con el hambre de 11 millones de personas y lo hizo; prometió acometer un ambicioso paquete de medidas democratizadoras y lo hizo; prometió comportarse como el primer obrero que gobernaba en la historia del país, sin renunciar a un socialismo auténtico, y lo hizo. Durante su mandato, Brasil conoció el mayor período de modernización en el último siglo. Había paz social y estabilidad. Sin embargo, en los últimos cuatro años de régimen bolsonarista la brecha entre ricos y pobres se ha agrandado hasta límites insostenibles, los paramilitares patrullan por los barrios residenciales a los que los parias no pueden ni acercarse y el odio alimentado en Twitter ha dividido el país en dos bandos, colocando a los brasileños al borde de una confrontación civil. Típico de aquellos lugares donde gobierna la extrema derecha. Ya ocurrió en Estados Unidos con Donald Trump (cuyo periplo en la Casa Blanca terminó con el asalto al Capitolio en un desesperado intento de golpe de Estado) y puede volver a pasar en la nación más grande y poblada de América Latina. Horas después del triunfo de Lula da Silva, Bolsonaro todavía no ha comparecido ante los medios para felicitar a su contrincante, como manda el manual de buenas prácticas y costumbres democráticas. Este silencio no puede sino ser interpretado en clave de incertidumbre. Resulta inquietante que el presidente del Gobierno saliente calle como una tumba en un momento tan trascendental, lo que nos lleva a pensar que algo está tramando y nada bueno. En los días previos a la cita electoral, ya dejó caer que no admitiría una derrota, difundiendo la idea de que se estaba preparando un pucherazo comunista y advirtiendo que impugnaría por fraude electoral cualquier resultado que no le diera a él la revalidación del poder. La misma estrategia trumpista que utilizó la extrema derecha norteamericana cuando Joe Biden ganó las pasadas elecciones. Ya sabemos cómo terminó todo aquello.
El Brasil de Bolsonaro es un polvorín a punto de estallar. Espeluznan esas imágenes emitidas por la televisión local en las que una diputada del partido bolsonarista encañona a un hombre negro con una pistola por apoyar a Lula y lo persigue por la calle al más puro estilo del Ku Klux Klan. La xenofobia, el machismo, el desprecio a los homosexuales, el odio al comunista, el fanatismo religioso, el negacionismo de la ciencia y el militarismo fascista se han apoderado de un país que, durante los años de Lula, emergía luminosamente como una de las nuevas grandes potencias democráticas del continente. Hoy, cuando todavía suenan los aplausos y las exclamaciones de admiración de los seguidores del Partido de los Trabajadores, el nuevo presidente progresista se plantea ya las gigantescas tareas que tiene ante sí para reconducir el futuro del país tras la nefasta legislatura de la extrema derecha carioca. No solo se ha propuesto recuperar el programa de reformas emprendido en sus dos anteriores legislaturas para reparar los destrozos ocasionados al Estado de bienestar y a la Amazonía –que se desertiza por momentos merced a las políticas depredadoras del populismo ultra– sino que su primer objetivo será tratar de coser la profunda fractura social, cerrar heridas que han supurado durante demasiado tiempo, en definitiva, avanzar hacia una reconciliación nacional que tras la cruenta “guerra cultural” desatada por Bolsonaro se antoja, hoy por hoy, imposible. No lo tendrá fácil. Ayer mismo, el sindicato de camioneros de la cuerda posfascista llamaba a la movilización general para bloquear las carreteras y tomar la capital, derrocando prematuramente al recién elegido presidente. A partir de ahora, el obrero metalúrgico que llevó el socialismo al Brasil por primera vez en 2003 no solo tendrá que preocuparse de los jueces nazis obsesionados con emplumarlo por corrupción, sino que también tendrá que mirar a sus espaldas, ya que la sombra de los pistoleros bolsonaristas sigue siendo alargada.
Viñeta: Pedro Parrilla
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