(Publicado en Diario16 el 4 de noviembre de 2022)
Una jueza de Vitoria se ha negado a inscribir a una recién nacida con el nombre de Hazia (semilla o semen en vasco) al considerarlo “peyorativo”, y de paso le ha dicho a los padres cómo tienen que llamar a su bebé, en este caso Zia, que por lo visto a su señoría le gusta más. El caso, mucho más que una simple anécdota, es un buen ejemplo de la España en que vivimos y viene a confirmar que caminamos peligrosamente hacia una dictadura de los jueces. Hace tiempo que veníamos alertando del peligro de que nuestra endeble democracia cediese todo el poder a los señores de las togas. Hoy es una magistrada de primera instancia la que le pone nombre a nuestros hijos, en plan patriarca bíblica. Mañana puede pasar cualquier cosa, como un juez diciéndonos cómo tenemos que vestir, qué religión profesar y a qué partido político votar. La cosa se está yendo mucho de madre.
El Estado de derecho se sustenta en un equilibrio perfecto entre los tres grandes poderes, Legislativo, Ejecutivo y Judicial, ya lo advirtió Montesquieu. Si uno se impone a los otros dos, la tiranía está asegurada. Sin embargo, la progresiva politización de la Justicia en nuestro país (quizá también la judicialización de la política) ha terminado por degradar el sistema. PP y Vox, con su obsesión enfermiza por llevarlo todo a los tribunales, ha terminado por crear la ficción de que aquí mandan los jueces, los magistrados, una casta de árbitros soberanos que hacen y deshacen a su antojo con la excusa de que ellos son la ley. Da miedo pensar cómo se ha creado esa especie de casta de intocables o gobierno en la sombra capaz de meterle a un rapero veinte años por unos ripios sobre la monarquía.
A la derechona patria le encanta ceder la soberanía nacional en el estamento judicial. Como desprestigian al rival político, como no reconocen la legitimidad del adversario (creen que todo aquel que no piensa como ellos es un enemigo de España, un traidor y un felón) se han inventado esa especie de “judicialocracia”, o sea, el gobierno de unos corregidores de su cuerda que les garantizan el control del país por otros medios que no son las urnas. ¿Se han fijado ustedes en que cada vez que gobierna el PSOE el PP se niega a pactar la renovación de los altos cargos del Poder Judicial? Por algo será. Blanco y en botella. Feijóo sabe que controlando a los vocales del CGPJ tiene la sartén por el mango y así es como la derechona sigue detentando la vara de mando de forma subrepticia.
El PP no quiere ni oír hablar de renovar la cúpula judicial caducada desde hace cuatro años precisamente porque sabe que mientras sus peones estén ahí, bien alineados como último bastión del franquismo sociológico, todo seguirá atado y bien atado. El aborto será restringido; los niños trans tendrán que pasar por un tribunal de la Santa Inquisición psiquiátrica para cambiar de sexo; la memoria histórica será debidamente enterrada; las autonomías no irán demasiado lejos en sus ansias de federalismo o autogobierno (cualquier referéndum en ese sentido será motivo de cárcel); la banca podrá estar tranquila y seguirá con sus abusos hipotecarios; los empresarios dormirán a pierna suelta porque ningún juez permitirá que se suban los salarios a los trabajadores; la corrupción (gran multinacional española) funcionará a toda máquina y en ese plan. La derecha trumpizada de hoy, tanto la española como la del resto de Europa, no necesita ganar elecciones para conquistar el poder: le basta con organizar un gobierno de jueces en paralelo que bloqueen, paralicen, anulen, impugnen, retrasen o archiven cualquier intento de reforma de un país. A eso hemos llegado. Ya se vio lo que hizo Donald Trump (padre del invento del fascismo democrático) antes de perder las presidenciales frente a Joe Biden: colocar a varios magistrados amigos al frente del Tribunal Supremo. De esa manera se aseguró que jamás sería procesado por corrupto y golpista. Otros como Bolsonaro, han seguido esos pasos.
El PP, que como ya hemos dicho aquí en otras ocasiones se está dejando contaminar por ese nacionalpopulismo trumpista, también se ha abrazado al lawfare o guerra judicial para seguir siendo el dueño del cortijo (el cortijo es España y no la sueltan ni a tiros). Los poderes fácticos de este país siempre fueron el alcalde, el cura, el guardia civil o militar y el juez, pero la derecha ha caído en la cuenta de que en esta democracia de cartón piedra el más eficaz, el más efectivo de todos ellos, es el togado calvo de las puñetas. Así, moviendo los resortes de la judicatura, manejando los hilos de las marionetas a su antojo, pueden decir que son más demócratas que nadie, ya que no hacen sino someterse a los juzgados y tribunales y al imperio de la ley. Obviamente, esa Justicia es una farsa, un montaje muy bien urdido y tramado, y jamás dejarán que los jueces progres accedan a los escalafones de mayor nivel.
Más del ochenta por ciento de los magistrados de este país pertenecen a asociaciones conservadoras. Con eso está todo dicho. Tenemos una judicatura franquista que no hizo la Transición como es debido y de aquellos polvos estos lodos. Luego no nos extrañe si sale un juez falangista que se niega a sacar la momia de Franco del Valle de los Caídos; o nos viene otro que considera una violación grupal como una fiesta llena de alegría y jolgorio; o aparece una señora (ellas también son de derechas) a la que le sale urticaria cuando unos padres deciden ponerle un nombre vasco, en homenaje al ciclo de la vida y a la madre tierra, a su retoña. Han empezado por censurar las lenguas autóctonas y van a terminar por prohibir todo nombre que les huela a influencia ecologeta, como Lluvia o Luna, a ateísmo mitológico grecolatino, como Dafne o Talía, o a star system, como Shakira o Daenerys. A este paso nos acabarán metiendo el santoral judeocristiano de toda la vida, bautizando a nuestras niñas como Fredesvinda, Pelagia, Sincrética o Tenebrina. Peste de nacionalcatolicismo.
Viñeta: Pedro Parrilla
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