(Publicado en Diario16 el 20 de octubre de 2022)
El XX congreso del Partido Comunista Chino nos deja un Xi Jinping con poderes absolutos y omnímodos. Desde los tiempos de Mao Zedong, el gigante asiático no había conocido un hombre que acumulara tantas atribuciones en sus propias manos. Mao pasó a la historia como el artífice del Gran Salto Adelante, o sea, transformación de una economía rural de carácter medieval en industrializada y política del “caminando con dos piernas”, que combinaba las pequeñas y medianas explotaciones industriales con grandes megaproyectos estatales. Xi Jinping, por contra, se encuentra en un escenario totalmente diferente con una China transformada en el gran supermercado mundial de bienes y materias primas, un Leviatán que controla el formidable y prodigioso negocio de la globalización contemporánea.
No son pocas las diferencias de aquella China que despegaba a mediados el siglo XX y la fábrica de chips en la que se ha convertido hoy. Mao sacó a su país del subdesarrollo mediante el clásico manual marxista, mientras que Xi Jinping representa la continuidad de un modelo falsamente comunista que combina lo peor del capitalismo con un pretendido intervencionismo o socialismo estatalizante que en realidad no deja de ser una dictadura en lo político y en lo militar. La revolución de Mao fue una revuelta de campesinos humillados, una rebelión auténtica, sincera, necesaria, históricamente justificada tras varios milenios de injusticia social y opresión enquistada por las diferentes dinastías monárquicas imperiales que fueron pasando por el poder a lo largo de los siglos. Sin embargo, el modelo chino actual no deja de ser un producto de bazar todo a cien, o sea, una patraña que no se sostiene. Cachondo-comunismo en estado puro. Si estos jerarcas practicaran un bolchevismo serio y ortodoxo tendría un pase pero todo es una broma. La China de Xi Jinping reparte carnés de felicidad y lujo para unos pocos –mayormente para unas cuantas oligarquías y una casta de burócratas del PCCh que medran a la sombra de la hoz y el martillo– mientras la miseria se colectiviza para las clases proletarias urbanas, que malviven con unos cuantos yuanes en el bolsillo, la chabola en populosas ciudades superpobladas, un cuenco de arroz y poco más.
Del viejo sueño revolucionario de Mao, de aquella gloriosa revolución cultural, ya no queda nada. Hoy, una mafia política lo controla todo, la disidencia es debidamente reprimida y recluida en sórdidas cárceles estatales y el pueblo pasa más hambre que nunca. China es, en la actualidad, un país con 1.400 millones de esclavos al servicio de una élite que ha hecho del totalitarismo el negocio del siglo. El argumento de que cada individuo tiene sus necesidades básicas y primarias cubiertas es solo una cínica coartada para abolir cualquier atisbo de libertad. Los derechos humanos brillan por su ausencia hasta el punto de que en China un honrado padre de familia puede acabar con sus huesos en la cárcel si infringe la ley de “un hijo por pareja” y comete el horrible crimen de traer dos retoños a este mundo. La obsesión de la explosión demográfica se ha convertido en el principal enemigo del régimen de Pekín y da más miedo a los jerifaltes del PCCh que el escudo antimisiles de la OTAN.
Más allá de que este congreso esté siendo una mascarada, una puesta en escena con mucho dorado, cartón piedra, banderas rojas raídas y cientos de potentados amarillos estreñidos aplaudiendo a rabiar al amado líder, lo que quedará será la exaltación nacionalista de una superpotencia totalitaria, las ambiciones anexionistas sobre la isla de Taiwán, una vuelta de tuerca a la carrera armamentística nuclear y la declaración de odio (quizá de guerra en un futuro no muy lejano) contra las democracias liberales. En los últimos años, China ha sido una potencia emergente que ha pasado del subdesarrollo a colonizar la Luna, pero su principal reto sigue siendo convertirse en una gran superpotencia consolidada y hegemónica. Desde que estalló la pandemia, la economía china se ha ralentizado, la inflación causa estragos y el país ya no puede exportar tan masivamente como lo hacía antes. No olvidemos que el foco del virus se situó en Wuhan y que el covid saltó al ser humano de una forma poco menos que tercermundista: probablemente un hambriento que le hincó el diente a un pangolín. La imagen de sociedad hipertecnologizada que los prebostes del PCCh tratan de trasladar al mundo contrasta con la de un país totalmente contaminado donde sus habitantes tienen que vivir con mascarilla y donde un mercadillo de alimentos con escasas medidas de higiene se acaba convirtiendo en el epicentro de un apocalipsis mundial. Xi Jinping ha intentado controlar la pandemia con mano de hierro (“política de covid cero”) y al primer estornudo que suelta un ciudadano encierran al constipado directamente en un centro de internamiento. La paranoia vírica del dirigente pseudocomunista ha hecho reaccionar a la sociedad china, que empieza a dar los primeros signos de hastío, hartazgo y rebelión contra su Gobierno.
Ese es el país que Xi Jinping gobierna sin que le tiemble el pulso, ese es el supuesto milagro económico que los siniestros funcionarios del mal llamado partido comunista chino pretenden proyectar hacia Occidente. En realidad, estamos ante un gigante con pies de barro. Las grietas empiezan a aparecer en todo el sistema, de ahí que el dictador haya blindado su poltrona tras modificar la Constitución por la vía de urgencia y por la puerta de atrás, garantizándose el poder absoluto casi de forma vitalicia al igual que lo ha hecho Putin en Rusia. Entre autócratas anda el juego.
Mientras millones de ucranianos buscan leña donde pueden para no morir de frío este invierno de asedios y bombardeos del ejército ruso, China da el paso adelante y lidera el bloque del nuevo fascismo posmoderno junto a Rusia, Irán, Corea del Norte y otros países en vías de desarrollo. Es el nuevo mundo que viene pujando fuerte mientras el viejo orden mundial liderado por Estados Unidos se hunde en un caos de decadencia, trumpismo ignorante, neurosis consumista, sectas esotéricas, desinformación en las redes sociales, orgullo patriotero y crisis de las ideologías tradicionales.
Viñeta: Becs
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