(Publicado en Diario16 el 8 de noviembre de 2022)
Hasta la idea más noble y justa puede terminar en un fanatismo. Los museos de todo el mundo tiemblan ante la proliferación de activistas defensores de la naturaleza a los que últimamente les ha dado por atacar obras maestras del arte universal como medida de protesta contra la desidia de los gobiernos ante el cambio climático. La muchachada conservacionista ha encontrado un filón mediático en el lanzamiento de botes de tomate, tartas, sopa o mostaza contra cuadros de artistas de todos los tiempos, tras lo cual pegan sus manos a los marcos de las obras, con cola o sustancia adhesiva, para alargar sus agresivas performances mientras llega la Policía. En las últimas semanas, varias pinturas inmortales han sido vandalizadas por estos cachorros de la kale borroka ecologeta, como La Gioconda, gran joya del museo del Louvre, Los girasoles de Van Gogh expuestos en la National Gallery de Londres, o la Masacre en Corea de Picasso, actualmente en una pinacoteca de Melbourne (Australia).
Las últimas víctimas de este integrismo ecologista o terrorismo naíf cuyo supuesto objetivo es concienciar a la sociedad de que caminamos hacia una catástrofe climática de dimensiones cósmicas han sido las majas de Goya que cuelgan del Museo del Prado, nuestras majas, las majas de todos, ya que hablamos de dos imágenes icónicas que forman parte de la memoria colectiva y del patrimonio de la humanidad. Lógicamente, la opinión pública occidental se ha revuelto contra los airados adolescentes autores de estos numeritos que, más allá de poner en peligro el mayor tesoro artístico dado por la especie humana, poco o nada van a conseguir a la hora de lograr que los gobiernos tomen medidas urgentes antes de 2030, fecha fatídica fijada por los científicos como frontera de no retorno en la lucha contra el cambio climático.
La mejor prueba de que las acciones perpetradas por Just Stop Oil –así se llama el grupo que parece estar detrás de los ataques– van camino de caer en saco roto, es que ni siquiera han conseguido que la cumbre COP27 de Egipto (a la que no asisten ni China, ni Rusia, ni India, tres de los países más contaminantes) acabe con compromisos drásticos para acelerar la reducción de los gases de efecto invernadero. Pueden destruir el Metropolitan de arriba abajo, cargándose obras maestras irrepetibles, y los patrones de la Tierra no moverán un solo dedo para evitar que sobrepasemos la terrorífica barrera de los 1,5 grados de aumento de temperatura, esa que convertirá el planeta en una sartén invivible donde todos, animales y plantas, nos freiremos como croquetas en aceite hirviendo. Lo peor de estos comandos del fanatismo verde es que no solo no van a lograr que las élites financieras se pongan a trabajar ya mismo para revertir el calentamiento global, sino que conseguirán el efecto contrario a modo de búmeran: que la opinión pública les tome manía, que los acabe viendo como niñatos antipáticos sin cultura y sin sensibilidad y que la ciudadanía acabe harta del movimiento ecologista.
No vamos a ser nosotros aquí quienes adoptemos la posición maximalista de emprenderla a garrotazos dialécticos contra estos muchachos a los que, sin duda, mueve una noble intención como es la de salvar el planeta. Insultarlos, llamarlos imbéciles, tontos, trogloditas, caramonos o perroflautas sin civilizar no servirá de nada. Más bien al contrario, la historia demuestra que cuanta mayor represión contra un movimiento revolucionario (y este lo es), más se radicalizan sus miembros y más violentas serán sus acciones de protesta. Mucho nos tememos que a esta hora alguno de ellos ya esté sopesando pasar a un estadio más duro de la lucha (hasta hoy pacífica, no lo olvidemos) e incluso fantaseando con la idea de grafitear Las Meninas, meterle el taladro al David de Miguel Ángel o colocar una bomba de pintura corrosiva en la Capilla Sixtina, que por lo visto debe molar mazo.
¿Cómo acabar con esta nueva plaga de irracionalidad que se extiende entre la juventud? Algunos exigen endurecer el Código Penal, otros que los dejen pegados a las majas un par de días, a pan y agua, hasta que aprendan lo que significa un cuadro de Goya y no falta quien reclama abrir un Guantánamo para rehabilitar niñatos con escaso amor al arte e incluso condenarlos a trabajos forzosos en beneficio de la sociedad (pico y pala o cargar sacos de cemento para que aprendan lo que es la vida). Tampoco serviría de mucho. El joven siempre está dispuesto a dar la vida por su utopía en un mundo de viejos decrépitos.
Por tanto, no es el desprecio ni la represión el camino para acabar con el vandalismo juvenil en los museos, sino la pedagogía, la educación en las escuelas y el diálogo constante con las nuevas generaciones que ya no creen en nada porque las hemos convertido en nihilistas tras robarles la esperanza de una sociedad mejor, el futuro y el planeta mismo. Hace tiempo que abandonamos a nuestros niños y niñas dejándolos a merced del teléfono móvil y las redes sociales. Ahí se alimenta lo peor. El sistema educativo, empeñado en especializar a los alumnos y encaminarlos hacia asignaturas científicas, se ha olvidado de lo importante que era enseñar Historia del Arte, Filosofía, Letras, Literatura, Poesía, todas esas cosas que se han considerado inútiles cuando en realidad le hacen a uno mejor persona. Si no le explicamos a un joven la trascendencia de La última cena de Leonardo Da Vinci, la dimensión histórica de Los fusilamientos del 2 de mayo o la dramática verdad sobre el Guernica, malamente le haremos comprender lo que es la vida. Si no les enseñamos la profundidad que hay en el cine de Chaplin, de Orson Welles, de John Ford y de Kubrick, o en una pieza de Mozart, de Beethoven o de Bach, jamás entenderán el mundo, los valores humanistas y el misterio oculto que anida en ellos mismos. La memoria cultural es tan importante como la otra, la memoria histórica que algunos quieren cargarse para que no se hable de las atrocidades de Queipo de Llano. A esa aguerrida joven pelopunki con un bote de tomate en la mano a punto de enmugrecer y guarrear los hermosos Girasoles del loco del pelo rojo hay que concienciarla en el sentido marxista del término hasta hacerle entender que el enemigo está en un rascacielos de Wall Street, no en un museo; que lanzar un bote de tomate contra tanta belleza es un absurdo y un sin sentido total; y que, puestos a disparar pasteles de nata, mejor hacerlo contra los oligarcas del capitalismo globalizante que contra la pobre Gioconda, que ya tiene bastante con mantener, eternamente, su triste y amarga sonrisa ante los males de la humanidad.
Viñeta: Becs
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