(Publicado en Diario16 el 1 de mayo de 2019)
Abascal se permite poner cordones sanitarios aquí y allá. No va a los medios de comunicación críticos para no tener que someterse a las preguntas de los periodistas incómodos, como es obligación de cualquier político en una democracia. No participa en manifestaciones por la igualdad de la mujer, ya que él es abiertamente antifeminista y macho. Y tampoco se sentará a negociar nada ni con el PSOE ni con todos aquellos “enemigos de España”, o sea aquellos a los que no les llega a casa el carné de buenos españoles que él se permite distribuir. Abascal es un outsider, un francotirador que va por libre, un político “destroyer” y antisistema que solo busca demoler lo que con tanto trabajo y esfuerzo hemos construido los españoles en 40 años de fértil convivencia en paz y en libertad. ¿Por qué tendría que recibir Sánchez a un tipo así?
La sola imagen de un ultraderechista estrechando la mano de un presidente del Gobierno ante las escalerillas de Moncloa provoca escalofrío y repelús. Sería tanto como meter al enemigo en casa, dar cobijo a Alien, el octavo pasajero (en este caso el quinto). De Abascal no podemos fiarnos porque él siempre va con el chip franquista metido en la cabeza y por ahí no. Lo más probable es que mientras Sánchez le esté hablando de reformas constitucionales, de más derechos para los trabajadores y de pacificar Cataluña, él esté pensando en otra cosa: “¿Pero que me está contando usted? Yo he venido aquí a dinamitarlo todo, a colocar unas cuantas bombas de relojería y me largo, que no llego al homenaje a Franco y José Antonio en Cuelgamuros”.
La democracia debe ser tolerante pero no estúpida. No hace falta ser más papista que el Papa, es decir, más demócrata que el mismísimo Pericles. A los que quieren volver al antiguo régimen, al Estado centralista, a la liquidación de la prensa libre y al nacionalcatolicismo mojigato que niega los derechos de las mujeres y de los homosexuales ni agua. La historia nos enseña cuál es el juego taimado del fascismo: colarse en las instituciones para volarlas desde dentro. Hasta Pablo Casado ha despertado de su grave delirio de campaña y ha calificado a Vox como lo que es en realidad: una peligrosa extrema derecha. Seríamos idiotas si cometiéramos el mismo error que Hindenburg cometió con Hitler, invitarlo a la cancillería para tomar unas birras de Baviera y mantener con él un amistoso diálogo de sordos.
La ultraderecha no entiende el lenguaje de la democracia simplemente porque la odia. Tratar de dialogar con un nostálgico del franquismo no solo es absurdo, sino una pérdida de tiempo. Abascal tiene un sueño, que es volver a la vieja España rural del burro y las viejas enlutadas, al cine en blanco y negro y al NO-DO con muchos pantanos y muchos desfiles de legionarios marcando paquete y con el pollo al aire. Están porque tienen que estar; porque así lo han decidido 2 millones de votantes enfurecidos con el sistema. Pero no seamos tan tontos e incautos de ser amables con ellos.
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