(Publicado en Diario16 el 6 de junio de 2019)
Mientras los políticos andan enfrascados en sus juegos de tronos, pactos imposibles, ambiciones personales, navajeos y amores despechados, una noticia nos golpea con una rotundidad y una crudeza que nos pone ante nuestro fracaso como sociedad y como país: en los hospitales madrileños las sábanas y pijamas de los enfermos llegan sucios a las habitaciones, según informa la Cadena Ser apoyándose en denuncias de los médicos y enfermeros del Ramón y Cajal. La ropa se está entregando a los pacientes con manchas de orín, sangre y restos de excrementos, una práctica indecente que no solo resulta nauseabunda, sino que pone en grave riesgo la salud de las personas por el posible riesgo de contagio de bacterias que puede suponer.
Estamos sin duda ante la constatación palpable de que nuestra Sanidad pública, ese gran logro del que a veces nos jactamos los españoles un tanto exageradamente, no está tan boyante y próspera como quieren hacernos creer. Y también estamos ante la prueba definitiva de que el Estado de Bienestar español está en las últimas, temblando en sus cimientos como consecuencia de tantos años de brutales recortes marianos.
La cuestión resulta especialmente grave precisamente hoy, cuando se ha sabido que la Unión Europea prepara otro paquete de recortes por 15.000 millones de euros, a pagar en dos años, para nuestro país. ¿Qué hará Pedro Sánchez, plegarse a las exigencias de los jerarcas neoliberales de Bruselas o pactar un gobierno de izquierdas que defienda lo poco que nos queda de socialdemocracia? Está aún por ver.
La indecencia de la ropa de lencería mal lavada, inmunda, mugrienta, guarra, asquerosa y cochina de nuestros centros sanitarios tiene mucho que ver, sin duda, con las políticas de privatización que el PP llevó a cabo en los últimos años. No solo se trata de pijamas manchados de sangre y orín, sino de la falta de bisturíes y de material quirúrgico, del catering frío y de mala calidad que se sirve sin tenerse en cuenta si un enfermo necesita sal o azúcar en su dieta, de la escasez de vendas o tiritas que a veces tienen que comprar los propios familiares y de la precariedad laboral que padecen nuestros médicos y enfermeros, esos mismos que tienen que emigrar a Gran Bretaña para encontrar un trabajo digno o un salario justo acorde con su trabajo fundamental. Las privatizaciones han terminado por dejar a los pacientes de los hospitales con el culo al aire porque aquí de lo que se trataba no era de dar un buen servicio al ciudadano sino de vender la Sanidad por parcelas, de hacer negocios con unos amigachos que no sabían nada de medicina sino solo de hacer dinero fácil, en definitiva de corrupción pura y dura.
De nada de esto, de nada de lo realmente importante, se ha hablado durante las pasadas campañas electorales, que nos cayeron encima como repentinos chaparrones de verano sin dejar nada beneficioso para el pueblo. Todo han sido insultos, descalificaciones, debates televisivos como espectáculos para ganar audiencias y estupideces pueriles sobre la patria, la bandera, la unidad de la nación y la vuelta a tiempos pasados de los que mejor no hablar. Ahora, cuando ya ha pasado la fiebre mendaz de las elecciones, llega la segunda parte de la farsa: la eterna cantinela de los pactos y acuerdos. Y así nos pasamos la vida en este lugar peculiar del sur de Europa, hablando de si a Sánchez le salen las cuentas o no, de si es legítimo que Bildu gobierne en las alcaldías, del giro ultra de Casado y del último escándalo del PP, de las ínfulas de Rivera, de la guerra a muerte en Podemos y de las burradas de Vox. Es el país que tenemos. Un país donde su más alto tribunal se dedica a legitimar el golpe de Estado del 36. Un país donde sus líderes se pasan el día jugando al Monopoly de la política, embuchándose, eso siempre, unos buenos sueldos, y demostrando que son absolutamente incapaces de ponerse de acuerdo para empezar a trabajar en lo realmente importante: eso de lo que ya nadie habla y que en otros tiempos no tan lejanos se conocía como bien común.
Viñeta: Igepzio
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