(Publicado en Diario16 el 21 de marzo de 2019)
España es uno de los países más seguros del mundo. Según el Índice de Paz Global, nuestro país se sitúa en el vigésimo quinto puesto de los 163 Estados que componen el ranking, al mismo nivel que Isla Mauricio, Eslovaquia, Polonia, Croacia, Chile y Botsuana. No tenemos un problema grave de seguridad en la calles, nunca lo tuvimos. De ahí que no necesitemos que cada ciudadano lleve un arma bajo el brazo, como ocurre en Yanquilandia y como pretende Santiago Abascal, líder de Vox. La última extravagante propuesta del líder de la formación verde parece más encaminada a atraer la atención de los medios de comunicación y a captar votos mediante un discurso populista exacerbado que a resolver un problema que en realidad no existe.
España tiene autorizadas casi tres millones de armas de fuego, de las que solo 8.459 son cortas del tipo B, es decir, las calificadas como de “autodefensa” para personas que se encuentran amenazadas por criminales, bandas organizadas o grupos terroristas. La Guardia Civil, con competencia exclusiva en la materia, gestiona cerca de un millón setecientas mil licencias y más de 2,9 millones de armas, que ya está bien. La buena noticia es que la inmensa mayoría de ese arsenal está en manos de los miembros de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado, los militares, los vigilantes de seguridad y los cazadores con licencia. Por supuesto, nadie puede tener en su casa armas de guerra que, afortunadamente, están prohibidas por la actual legislación. Solo pensar que algún día pueda liberalizarse la compra de este tipo de armamento, como ya sucede en otros países, pone los pelos de punta.
Las armas siempre deben estar al servicio de la ley o un país se acaba convirtiendo en un campo de batalla. Las legiones romanas no podían entrar en la ciudad, por algo sería. Cicerón dice que en medio de las armas, las leyes enmudecen. Y el gran Flaubert aconseja que no le demos al mundo armas contra nosotros, porque las utilizará. Quizá Abascal, en su delirio bélico, esté vislumbrando un país donde el españolito de a pie pueda llevar en el maletero del coche un kalashnikov por lo que pueda hacer falta, un lanzagranadas para una urgencia o un misil tierra-aire por si las moscas. Quizá anhele un país donde el ciudadano pase por Alcampo los viernes por la tarde y se lleve en el carrito de la compra medio kilo de garbanzos y un par de rifles de mira telescópica para hacer boca el fin de semana. Eso ya sucede en el mundo anglosajón y así les va: matanzas indiscriminadas de colegiales a la hora del recreo; pirados que graban masacres en mezquitas para subirlas después a Instagram; pacíficos y cordiales vecinos que de la noche a la mañana se rapan el cabello al cero, se imprimen una esvástica en el pecho y empuñan un par de subfusiles como marines para pasar a la historia de los grandes carniceros. O sea, aquella pesadilla que ya advirtió Martin Scorsese en Taxi Driver.
Esas anécdotas, esos episodios aislados de los periódicos, son los que sirven a Abascal para construir su realidad alternativa, su España fake, su país de fábula basado en Reconquistas medievales, caballeros andantes, felones, tebeos de Hazañas bélicas, dictadores del pasado y mitos ancestrales sobre la pureza de la sangre. Una realidad que solo existe en su cabeza, una España que no solo no está viva, como él pretende convencernos, sino que nunca existió. A Abascal ya le van pillando el truco los periodistas, su modus operandi político: poner el mundo patas arriba, revertir la verdad, darle la vuelta al calcetín. El líder de Vox toma un ejemplo excepcional, lo manipula a su antojo y lo convierte en regla general. A partir de ahí, con mucha red social, con mucho internauta encabronado y con pocas cosas más que hacer en la vida que quedarse pegado a la pantalla del ordenador, con mucho revoltijo de ideas y mucho ruido, trata de ir creando polémicas, jaleos, follones y crispaciones gratuitas.
Abascal es un incendiario, un agitador, un provocador nato que sigue a rajatabla el manual del ‘trumpismo’ de nuevo cuño, alguien que vive profesionalmente de crear problemas donde no los hay. Su objetivo es la confrontación social, la guerra civil cibernética (hoy los golpes de Estado y los alzamientos nacionales se hacen limpiamente, sin sangre, mayormente en Twitter). Pero se le empieza a ver el cartón, la tramoya, el librillo del maestrillo, el manual de aprendiz de brujo con el que pretende hechizar al país a base de conjuros aderezados con mentiras. La clave es si la sociedad española está lo suficientemente madura y versada en democracia como para rechazar sus bulos. Habrá que esperar para saber cuántos se tragan sus trolas, cuántos le dirán en las urnas que este país necesita pan, no armas, y cuántos incautos están dispuestos a seguir y a comprarle la fórmula mágica a este Gargamel de la extrema derecha posmoderna que ha llegado para desencadenar la última cruzada.
Viñeta: Igepzio
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