(Publicado en Diario16 el 1 de abril de 2019)
El negacionismo es una corriente de pensamiento que lleva a aquellos individuos que la practican a negar la realidad para evadir una verdad incómoda que es empíricamente verificable. Desde ese punto de vista, supone un acto irracional y absurdo no solo intelectual, sino científica, ética y filosóficamente. Pero además, podría decirse que el negacionista encuentra su razón de ser no en la individualidad, sino en la colectividad. Es decir, el negacionista necesita de otros negacionistas que piensen igual que él para reforzar el mundo de falsedades y mitos que se ha construido. El negacionista es carne de cañón para las sectas, que es en lo que se han convertido algunos partidos políticos ultraconservadores.
Negar la verdad no es un invento de este convulso siglo XXI en el que vivimos y que parece querer retornar peligrosamente a una edad oscura, casi medieval. A lo largo de la historia, el negacionismo ha estado muy presente como herramienta de control político de aquellos grupos sociales más poderosos y siempre dispuestos a cortar de raíz todo tipo de cambio, de mejora social o progreso para la humanidad. En ese sentido, podría decirse que el negacionismo es el combustible necesario del que se nutre la maquinaria del pensamiento irracional que tanto daño ha hecho al ser humano.
De ese modo, aquel tribunal de la Santa Inquisición que llevó a juicio a Galileo por concluir que la Tierra y los planetas giran alrededor del Sol estaba sin duda formado por clérigos negacionistas. Dos siglos después, Charles Darwin también probaría el yugo intolerante de los fanáticos (en eso consiste en realidad el negacionismo) tras provocar la reacción visceral de los teólogos y científicos inmovilistas resistentes a aceptar que la teoría de la evolución de las especies es un hecho empírico constatable que refuta el argumento de que Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza. En sus cartas, Darwin empleaba el término “creacionista” para referirse a sus cerriles detractores, pero al final estaba hablando de lo mismo que hoy entendemos por negacionismo: gente que se opone a la verdad científica para seguir manteniendo sus prejuicios, sus falsas ideas religiosas y en definitiva su estatus social. En ese rechazo frontal a la ciencia encajaría la repulsión que muchos dicen sentir hacia la medicina moderna (en su máxima expresión la negación de las vacunas) y la vuelta a las pseudociencias, a la superstición y al chamanismo.
Por supuesto, abrir la sociedad al otro, al forastero, al migrante con sus propias culturas, ideas y costumbres diferentes infunde el pánico entre el negacionista siempre dispuesto a aplastar cualquier atisbo de cambio que ponga en riesgo los dogmas fundamentales de su sociedad. La xenofobia y el supremacismo no son más que expresiones psicológicas de miedo al contagio exterior, neurosis ante la mezcla de sangres, rechazo a todo aquello que amenace y cuestione el orden establecido y la historia de un pueblo, que suele considerarse gloriosa por mucho que está plagada de errores y aberraciones. No hace falta decir que el movimiento obrero inspirado en el marxismo, por lo que tiene de contestatario y subversivo, es otro gran enemigo de los negacionistas ultraconservadores, al igual que la emancipación de la mujer, el ateísmo y la verdad científica, cuestiones todas ellas que despiertan un profundo rencor, cuando no odio, entre aquellos que están dispuestos a defender hasta sus últimas consecuencias su poder, su jerarquía y sus tradiciones.
Dios, orden, patria y familia están en la raíz del gran movimiento político negacionista que hoy se extiende por todo el planeta, cuatro elementos esenciales que ya formaban parte del cóctel de ideas pernicioso del fascismo, la ideología más nefasta que haya podido salir de cabeza humana y que hoy vuelve debidamente maquillada, lavada de cara o tuneada, como se dice en el lenguaje milenial.
La filosofía negacionista ha sido recuperada por el ‘trumpismo’ y rápidamente exportada al resto del mundo en una especie de gran internacional ultraconservadora de la que Vox es un fiel representante. Los militantes del partido de Santiago Abascal son profesionales del negacionismo a todos los niveles. Niegan la violencia machista y el feminismo porque asumir su existencia supondría acabar con miles de años de privilegios y dominio del varón; niegan la memoria histórica porque aceptarla conllevaría reconocer la inmensa aberración del holocausto fascista y su variedad hispánica, el franquismo; y niegan el cambio climático por dos razones principales: una económica, porque reconocerlo implica liquidar el modelo capitalista contaminante, tal como hoy lo conocemos, y porque admitirlo significa que el ser humano, con sus decisiones y actos, puede provocar por sí mismo el final del mundo, un apocalipsis que según la Biblia solo Dios puede desencadenar.
El negacionismo niega todo lo que haya que negar, y con los argumentos más disparatados y peregrinos, siempre que con ello se consiga el objetivo: mantener una ideología feudal (por momentos prehistórica y hasta cuasiesclavista) y el consiguiente poder de las clases dominantes. Así, se niegan los derechos de los trabajadores; se niega el derecho de la mujer al aborto porque supuestamente va contra la familia (pilar fundamental de la estructura patriarcal del antiguo régimen); y se niegan los derechos de los animales porque atentan contra la caza y los toros, dos actividades que hunden sus raíces en el neolítico. También se niegan la libertad de pensamiento político (todo partido que vaya contra la indisoluble unidad del Estado debe ser convenientemente reprimido y prohibido) y de culto (el islam pretende acabar con el catolicismo, única religión verdadera y bastión de Europa). El último escalón en esta espiral de locura intelectual sería negar la democracia misma como germen que atenta contra lo más sagrado del negacionismo ultraconservador. Y la imposición por las armas (última propuesta electoral de Vox) de un modo de vida basado en la negación de la libertad.
Viñeta: Igepzio
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