(Publicado en Diario16 el 6 de mayo de 2019)
Cinco años después, Hernán Cortes, ‘el pintor de la Transición’ que nada tiene que ver con la estirpe del descubridor, ha terminado su pintura de Felipe VI. Se ha tomado su tiempo, pero pudo haber sido peor: Antonio López necesitó dos décadas para inmortalizar su Retrato de la familia de Juan Carlos I. Así que en eso al menos, en agilizar el tiempo de producción de los retratos de palacio, sí va mejorando la Casa Real.
La presidenta del Congreso de los Diputados, Ana Pastor, ha descubierto hoy el óleo del monarca, que presidirá el Salón de Ministros de la Cámara Baja. El cuadrito ha costado 88.000 euros de vellón, un gasto superfluo teniendo en cuenta que se podría haber cubierto el expediente con un selfie, mucho más rápido y barato, y un marco de los que Albert Rivera compra en los bazares chinos. Con el dinero del retrato de Hernán Cortés se podrían hecho muchas cosas, como ha denunciado Unidas Podemos tildando la obra de “anacronismo”, pero no entremos en ese tema que luego nos acusan de practicar la demagogia. Hoy no se puede tocar el asunto del lujo y el boato frente a la desigualdad y la injusticia social sin que salga un ejército de trols de ultraderecha para tildarlo a uno de demagogo. Así que mejor hablemos de arte.
El lienzo tiene metro y medio de altura y el monarca, con barba, aparece sentado con las manos apoyadas sobre las piernas, mirando de frente al espectador, vestido con un traje gris marengo, camisa gris clara y corbata oscura. Nada que objetar a un posado clásico, repetido, institucional, salvo ese extraño vacío, ese gran fondo color ocre pastel que es más importante que el propio monarca y que inunda la escena. El espectador que se detiene ante el lienzo de Hernán Cortés se fija en primer lugar en el personaje, pero al segundo los ojos se le van hacia ese espacio inmenso, ese trasfondo infinito que produce un cierto “horror vacui” y que pide ser rellenado con algo, con una maqueta del Bribón, una plantita para dar un toque de calidez o siquiera un pequeño retrato del padre abdicado, artífice de la democracia española. Sin embargo, una atmósfera austera, vacua, etérea lo impregna todo.
Sin duda, el artista ha tratado de decirnos algo con ese telón de fondo inquietante. ¿Cuál ha sido su verdadera intención? ¿Pretendía transmitir al espectador la soledad de un rey, la desolación y gravedad del momento en que vivimos, esa atmósfera de inestabilidad y de vacuidad política que envuelve el denostado régimen del 78?
La escena recuerda mucho a aquellos cuadros de Edward Hopper siempre marcados por el inexplicable vacío de esos interiores que desprenden soledad, gran compañera de viaje del ser humano posmoderno. Al igual que el solitario Felipe VI de Hernán Cortés, los personajes retratados por el pintor norteamericano sofocan su angustia en desoladas habitaciones de motel, en cafeterías abandonadas y en paisajes deshabitados. Y si en los cuadros de Hopper no sucede absolutamente nada, porque nada importante ocurre en la vida salvo el tiempo que pasa, tampoco se desprende nada trascendente del retrato del rey en vigor. Estamos por tanto ante un hombre en suspenso, como en aquella magnífica novela de Saul Bellow, alguien que está solo, congelado en un breve fotograma de la historia, inmóvil frente a su destino tan incierto como trascendental.
Por último, los personajes de Hopper son anónimos que reclaman su lugar en el mundo, al igual que Felipe VI es un mortal que implora un hueco en la historia. Los actores de Hopper aparecen casi siempre de cuerpo entero; Hernán Cortés decide cortar las piernas al monarca, desacralizándolo, peatonalizándolo, mientras el ocre del fondo lo inunda todo. ¿Por qué ese encuadre del rey con las extremidades inferiores a medio pintar? ¿Por qué dejar inacabado el cuerpo de un soberano al que se supone se debe retratar en toda su magnificencia y singularidad? ¿Quizá porque al rey de España le será imposible completar la difícil tarea de una España monárquica cohesionada, una unidad de destino en lo universal?
Resulta evidente que hay un realismo hopperiano decadente en el retrato de Hernán Cortés, un intento de bajar al rey de los altares políticos y dotarlo de la mortalidad de cualquier hombre. De hecho el propio retratista ya ha dicho que con su obra ha querido combinar el “respeto que suscita el personaje con cierta naturalidad, procurando huir de cierta pomposidad y envaramiento que a veces se da en este tipo de obras”. El problema es que Hernán Cortés ha huido tanto de esa pomposidad que ha reducido al rey a uno de esos personajes mundanos de Hopper que toman café o leen un periódico aburridamente sin que nadie los vea, salvo el espectador.
Lo cierto es que en el retrato de Felipe VI prima lo inerte sobre la vida, el vacío sobre el personaje, la incertidumbre sobre la seguridad y quizá la decadencia frente al fulgor y esplendor de 1978. Si Hopper fue el pintor que terminó con la idea del “sueño americano”, Hernán Cortés ha acabado con el viejo “sueño español” de un país fuerte y unido bajo una misma corona.
Viñeta: El Koko Parrilla
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