(Publicado en Diario16 el 14 de agosto de 2019)
Por fin hemos visto a Isabel Díaz Ayuso en la tribuna de oradores de un Parlamento, que es donde todo líder político da su verdadera talla y se la juega. Su discurso de investidura a la Presidencia de la Comunidad de Madrid era su puesta de largo, su prueba del algodón, su bautismo de fuego. Atrás quedaban los mítines de campaña en los que era debidamente arropada por sus mayores y superiores, las ocurrencias pueriles y locurillas (como aquello de su amor por los atascos de Madrid), los foros de debate en hoteles de relumbrón. Había llegado el momento de subir al atril y demostrar su valía, su empaque, su supuesta madera para la política. ¿Y en qué quedó la cosa? ¿Qué fue lo que ocurrió? Lo que muchos esperaban: se vio una candidata a la Presidencia timorata, dubitativa, insegura. Poco preparada. Ayer Díaz Ayuso fue como esa bachiller párvula y asustadiza que se examina ante un montón de catedráticos vejestorios con gafas de culo de vaso (y no lo decimos precisamente por Gabilondo, que es un filósofo con alma juvenil). Solo le faltó la carpeta de colegiala trémulamente apretada contra el pecho, las coletas con aroma a chicle de fresa, el uniforme de las ursulinas y las tímidas pecas (las suyas, no las del perro de Aguirre) salpicadas en su rostro adolescente.
Por momentos la voz temblaba en la garganta de Díaz Ayuso, un trance que ella compensaba con un estudiado giro de cabeza aquí, un sutil pestañeo allá o una pausa enfática acompañada de una maliciosa sonrisa para la oposición. Tras el examen de ayer ya sabemos que cuando Ayuso habla desde la tribuna de oradores no está haciendo política de Estado; está leyendo la Tercera Carta de San Pablo a los Corintios en una especie de sermón de misa de doce. Es como una pupila de la catequesis que se está examinando para tomar la primera comunión. El tono cándido y afectado, el falso postureo, los movimientos aprendidos en alguna escuela de interpretación del Barrio de Salamanca. Y es que a falta de contenidos políticos, de buenas ideas, de programa, ella se aferra a su imagen, ese personaje de niña modosita y un tanto pavisosa e ingenua que ha cultivado hasta alcanzar el poder regional.
Sin embargo, detrás de esa inocencia estudiada, detrás de ese personaje edulcorado y naif construido en las factorías de Génova 13, no hay una demócrata liberal ni una centrista moderada, como trató de presentarse ayer a sí misma, sino una conservadora dura y a ultranza, una mujer de la derechona de toda la vida, una retrógrada convencida que sueña con ser Isabel La Católica algún día, aunque al final seguramente se quedará en un clon de Espe Aguirre.
Díaz Ayuso trató de convencer a los madrileños de que su Gobierno pretende ser para todos, o sea la prometida rebaja de impuestos, el apoyo a la educación concertada (para ricos y con pin parental para evitar que los niños caigan en el peligroso feminismo), la reclusión de niños inmigrantes en reformatorios dickensianos, el suelo regalado a la sanidad privada y todo ese programa que revestido con la pátina de la falsa etiqueta de liberal esconde un populismo de tic ultraderechista (por algo Vox le ha dado su confianza a la nueva presidenta). “Hay que combatir el machismo, pero no a los hombres”, fue su gran frase para la historia. Un prólogo aterrador por lo que tiene de concesión a los falangistas patriarcales que niegan la igualdad.
Por cierto, su apelación a luchar contra la corrupción sonó a chiste malo en el hemiciclo y hasta arrancó los aplausos y las carcajadas irónicas de la roja oposición. Y es que escuchar a Díaz Ayuso hablar de ese asunto precisamente con lo que le está cayendo encima (caso Avalmadrid, caso Púnica) no deja de ser un sarcasmo. Aunque de momento la candidata, como niña buena que vive en su mundo de color de rosa, no hace caso a esos hombres malos que cada día se meten con ella.
Viñeta: Artsenal
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