(Publicado en Diario16 el 6 de septiembre de 2019)
Miguel Ángel Revilla se ha enfrentado a un tipo que increpaba e insultaba a Pedro Sánchez en una calle de Santander. El siempre peculiar presidente cántabro salía tranquilamente del coche oficial para almorzar con el líder del PSOE en un céntrico restaurante de la ciudad cuando se tropezó con el mal encarado y grosero ciudadano, que le estaba mentando la madre a Sánchez a grito pelado y sin que nadie le recriminara su actitud. Visiblemente enfadado, Revilla se fue a por el maleducado con decisión y le afeó su conducta: “No hay que insultar, no hay que faltar al respeto. Me da vergüenza, un cántabro no puede decir eso”, espetó con gallardía.
La reacción del mediático político, que ha actuado solo ante el peligro y como un paisano de armas tomar, no solo ha sido justa y valiente sino pedagógica y muy necesaria. Por fin un hombre decente que levanta la voz digna contra la cultura de la zafiedad y la bajeza moral. Por fin alguien que le para los pies al insultador profesional, al gamberro o matón dialéctico, al incorrecto macarra que se cree con licencia y patente de corso para hacer su santa voluntad, incluso para plantarse en medio de la calle y machacar a otra persona (la coartada de que se trata del presidente del Gobierno no sirve) a golpe de injuria, ofensa y ultraje. La crisis de Occidente tiene que ver en buena medida con la falta de libros, con la escasez de instrucción y con la dejación de funciones que han hecho las familias y maestros de hoy en los hogares y escuelas de todo el mundo.
El Gran Hermano orwelliano de las redes sociales ha asumido el papel de agente de la información y la educación de las personas y así nos va. La bilis se vuelca con total impunidad en las tabernas malolientes de Facebook, el insulto, el escarnio y la mofa son habituales en los foros y chats. Hordas de trols y haters enfurecidos despedazan a aquel pobre desgraciado que se atreve a salirse de la corriente dominante. El periodista es denigrado en público por sus ideas; el catedrático de historia calumniado; el escritor con muchos libros a sus espaldas vilipendiado. Son muchos los que, escondidos tras el anonimato de la pantalla del ordenador o de un nombre falso, se creen con derecho a dar rienda suelta a sus impulsos más bajos. Al final, cuando salen a la calle a relacionarse con los otros, creen que están poniendo un tuit faltón. Solo que Internet no es la realidad, solo un gran circo surrealista hecho de mentiras y luces de neón, un inmenso fumadero de opio fotónico, deslumbrante y adictivo para las cabezas humanas. Al igual que el terrorista se obnubila en las redes sociales antes de salir a matar con un rifle, el maleducado se entrena y coge fuerzas en esos grupos secretos (la nueva masonería) organizados por Zuckerberg para difamar gratuitamente y por puro pasatiempo. Si la naturaleza del hombre es malvada y su bondad es “cultura adquirida”, como dijo Simone de Beauvoir, lo que estamos viendo es maldad por una mala educación.
Así no extraña que los grandes líderes mundiales –bien asesorados por los alquimistas del mal gusto− hayan crecido y medrado en esta nueva cultura de la vulgaridad, la afrenta, la baladronada y el insulto fácil sin castigo. Los Trump, Bolsonaro, Salvini y Abascal han usurpado la sagrada libertad de expresión –primer monumento de la democracia– y la han adulterado hasta convertirla en una herramienta eficaz en su particular caza del hombre y en su cruzada neofascista de demolición del Estado de Derecho. Acto seguido, una legión de tontos y acólitos, al ver que se puede faltar al respeto alegremente sin que pase nada, han seguido el camino de sus nuevos caudillos de la posverdad, de la anticultura y de la política-basura.
En el fondo, detrás de alguien que insulta al prójimo siempre hay un abusón, un totalitario, un seguidor del populismo airado y violento. Un fascista. “No voy a consentir yo que en mi tierra un tío salga de esa manera a insultar al presidente del Gobierno”, ha avisado Revilla nadando contra la corriente de los tiempos. El cántabro de pro ya se ha convertido en el último mensajero de esa cultura clásica e ilustrada basada en el buen gusto y la razón que hoy se diluye en el desquiciado universo catódico.
Caricatura: El Diario Montañés
No hay comentarios:
Publicar un comentario