(Publicado en Diario16 el 11 de agosto de 2019)
Naciones Unidas ha advertido que el consumo de carne, especialmente en los países desarrollados, está agravando el problema del cambio climático. “No le estamos diciendo a la gente que deje de comer carne. En algunos sitios no tienen otra opción. Pero es obvio que en Occidente estamos comiendo demasiada carne”, ha asegurado Pete Smith, científico de la Universidad de Aberdeen y uno de los autores del reciente informe sobre hábitos alimenticios y calentamiento global que ha sacudido la conciencia de la población mundial.
Con su aviso, la ONU no solo nos está diciendo que en los próximos años ya no nos bastará con reducir la quema de combustibles fósiles como el petróleo para ganarle la batalla al cambio climático. También tendremos que cambiar nuestros hábitos alimenticios, hacer más sostenible la agricultura y la pesca, detener la desforestación y explotar la tierra de forma responsable.
Ahora bien, ¿se puede exigir a un país subdesarrollado cuyos ciudadanos pasan hambre que dejen de consumir carne cuando quizá su dieta básica consiste precisamente en la ingesta de proteínas de origen animal? No parece ni justo ni ético, sobre todo porque Occidente, con su expansión colonial y la explotación de terceros países, ha sido el gran aniquilador de la Tierra desde el siglo XVIII, cuando comenzó la Primera Revolución Industrial. De ahí que la mayor responsabilidad en este monumental desafío que supone detener la destrucción del planeta en las próximas décadas recaiga sobre los países más industrializados. Somos nosotros, los occidentales, con nuestro sistema ultracapitalista basado en el despilfarro de bienes y en el agotamiento de los recursos naturales, quienes tenemos la obligación de reciclar nuestras economías para hacerlas más verdes y sostenibles. Tengamos en cuenta un dato revelador: el 71% de las emisiones de CO2 que se registran en todo el mundo son producidas, según cálculos oficiales, por solo 100 empresas, las grandes multinacionales que siguen esquilmando el planeta con su modelo económico agotado. O dicho de otra manera: un 10% de las personas más ricas del orbe emiten el 49% de las emisiones contaminantes.
Pero es que además entre las cien compañías más contaminantes está el top ten de las más venenosas para nuestra atmósfera y nuestros mares: China Coal (14,3% de las emisiones); Saudi Aramco (4,5 %); Gazprom OAO (3,9%); National Iranian Oil Co (2,3%); ExxonMobil Corp (2%); Coal India (1,9%); Petróleos Mexicanos (1,9%); Russia Coal (1,9%); Royal Dutch Shell PLC (1,7%); y China National Petroleum Corp (1,6%).
Por eso está muy bien que la ONU inste a los ciudadanos de los países más avanzados del mundo a cambiar sus hábitos alimentarios (si conseguimos reducir el consumo de carne en los próximos años no solo habremos ayudado a frenar el cambio climático sino que habremos mejorado nuestra salud, matando dos pájaros de un tiro). Pero Naciones Unidas también debería preocuparse de ir al fondo del asunto, al meollo de la cuestión: las grandes corporaciones, esas gigantescas centrales y fábricas que con sus kilométricas chimeneas arrojan cada día a la atmósfera millones de toneladas de partículas tóxicas y un calor abrasador que trastorna el clima, deberían ser objeto de un control mucho más exhaustivo. ¿Alguien las está fiscalizando? ¿Alguien se está preocupando de sancionar a las infractoras que incumplen las medidas contra el calentamiento global firmadas en el protocolo de Kioto? Seguramente no. Países como China, Irán o India no están ahora por la labor de asfixiar a los buques insignia de sus economías emergentes, esas empresas que están carburando a pleno rendimiento para tratar de superar en capacidad productiva a las grandes economías como Estados Unidos, la UE o Japón. Y ese el quid de la cuestión. Muchos países que hasta hace poco formaban parte del Tercer Mundo han visto en el crecimiento desbocado la única forma de salir del pozo del subdesarrollo. Por eso el cambio climático es un problema de tan difícil solución. Porque a un rico de Pekín que está empezando a probar ahora las mieles de la opulencia capitalista (esos placeres y comodidades que los occidentales llevamos siglos disfrutando) el discurso ecologista le suena a chino, nunca mejor dicho.
Viñeta: El Koko Parrilla
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