(Publicado en Diario16 el 11 de septiembre de 2019)
La sesión de esta mañana en el Congreso de los Diputados ha sido un acto más en el penoso espectáculo de vodevil que está dando la izquierda española. Ni Pedro Sánchez ni Pablo Iglesias son conscientes del daño que, con sus posiciones maximalistas e infantiloides, están causando no solo al país, sino a esos millones de votantes que aún confían en un pacto que pueda salvar el Estado social y democrático de Derecho, la socialdemocracia en fin, ante el avance inexorable de la extrema derecha en toda Europa. Una vez más, un entregado, agotado y lacónico Sánchez se ha subido a la tribuna de oradores del hemiciclo, como un pedigüeño a las puertas de una iglesia, para implorar que le den la investidura gratis. Y una vez más, la derecha se ha reído de él. El líder socialista ha cambiado en los últimos meses. Ya no es ese hombre bravo que tomaba la iniciativa política frente a sus rancios barones, ni ese presidente aferrado a su manual de resistencia que generaba ilusión y confianza. Ahora parece un muñeco de museo de cera de más de un siglo, alguien predestinado a no ser investido nunca. Resulta increíble lo rápido que envejecen los líderes políticos en la era de la posverdad.
Así, el eterno candidato ha apelado a “los principales actores de la oposición”, es decir a PP y Ciudadanos, para que “abandonen el bloqueo” y permitan que se forme un Ejecutivo progresista que pueda acometer las “grandes transformaciones que necesita España” y que deben basarse en amplios consensos. Pero esa táctica de tratar de poner en aprietos al trío de Colón no solo es infructuosa y pueril, sino que le hace perder credibilidad ante el país y ante la izquierda en general. Sánchez debería abandonar ya esa manía errónea de la mendicidad que consiste en pedirle al señorito de la derecha que le preste sus escaños para poder gobernar por un rato. No cae en la cuenta el presidente en funciones que no es digno de un jefe de Gobierno estar todo el rato llorándole a la oposición. ¿Quién le aconseja que lo haga, quién le recomienda que se arrastre ante Casado y Rivera? ¿Iván Redondo? ¿El Íbex 35, como insinúan los ideólogos de Podemos? Si quiere ir a elecciones que lo haga ya, pero con gallardía, sin humillarse ante el franquismo sociológico.
Y mientras Sánchez escenificaba su derrota, su fracaso en la negociación, el que debía ser su socio, Pablo Iglesias, volvía a “tenderle la mano”. Bien es cierto que esa mano es interesada, nada altruista, tahúr, ya que solo pide sillones, cargos, cosas. Si Sánchez se parece mucho a aquel genial Camilo Sesto de sus mejores baladas que gimotea y suspira por un sueño inalcanzable (desde aquí nuestro más rendido homenaje al más grande de la canción ligera recientemente fallecido) Iglesias tampoco sale bien parado del culebrón de la investidura. Fue soberbio en la negociación con el PSOE cuando España necesitaba generosidad (su paso al lado se antojó una escena improvisada, un bienqueda para luego exigir ministerios); fue corto de miras, de luces cortas, cuando el momento requería grandeza, lucidez, atino; y excesivamente pasional cuando el país pedía que fuese pragmático, templado, práctico. No ha acertado en ningún momento en su estrategia ni en la lectura de la grave situación de parálisis institucional que vive el país y salvo sorpresa de última hora Podemos saldrá de este envite como un partido utópico, estéril, inútil, un constructo bien intencionado pero que nunca servirá como herramienta para la realpolitik.
A estas horas, mientras continúa el debate y la figura de Pablo Casado sigue creciendo y mientras Albert Rivera se sigue enterrando en el insulto fácil y el ridículo y mientras Vox vive el debate como ese invitado que se aburre en la fiesta y está pensando en otra cosa (básicamente en cargarse la democracia) Sánchez e Iglesias seguían tirándose los trastos a la cabeza. “Hay un mal rollo en la izquierda”, diagnostica Ferreras en Al Rojo Vivo. Que la historia los juzgue por negligentes e irresponsables.
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