(Publicado en Diario16 el 28 de agosto de 2019)
El mundo contiene la respiración y no es por la voraz devastación en el Amazonas. El fichaje de Neymar por el Barcelona es el notición que todos esperan y llena portadas y programas deportivos a cualquier hora del día y de la noche. Este verano del 19 nos dejará la triste imagen de los megaincendios en todo el mundo, las verbenas de agosto del dúo Pimpinela Sánchez/Iglesias, esa gripe española de la listeria tercermundista y el culebrón de un muchacho brasileño de sonrisa algo flipada, ademanes de rapero venido a menos y dinero por castigo.
Ahora bien, ¿necesita realmente el Barça a un jugador que ya le dio plantón en su día, haciendo cuernos a los aficionados del Camp Nou? ¿Qué necesidad tiene un club prestigioso como ese de humillarse ante un figurín infantiloide que incluso ha demandado a la directiva por atrasos y daños y perjuicios? El fútbol hace tiempo que dejó de ser un deporte sano y romántico para convertirse en una hoguera de vanidades donde prende el fuego de la corrupción, el dinero y la inmoralidad. La última oferta de Bartomeu por Ney, el disipado, alegre y ronaldiñesco Ney, es ni más ni menos que 170 kilos más un par de buenas piezas claves en el sistema de Valverde, que bien podrían ser Rakitic y Dembélé. De consumarse tal fiasco económico, el FC Barcelona podría incurrir en la mayor crisis financiera de su historia, por mucho que la Caixa esté dispuesta a amortizar la operación con un préstamo astronómico. El club ya tuvo un susto hace un año, cuando se vio obligado a solicitar una línea de crédito de 100 millones de euros para hacer frente a las nóminas de julio y al pago del impuesto de sociedades.
Hoy por hoy Neymar es un futbolista lesionado y todos los informes médicos apuntan a que su pie es demasiado frágil para la práctica del fútbol, de ahí sus constantes fracturas en el quinto metatarsiano. Pero no solo es arriesgado el fichaje en lo económico y lo deportivo. También puede ser ácido corrosivo para los valores éticos, para la marca Barça. Neymar, además de un saco de achaques y de un lote de carne de quirófano, es un gran icono de la farra, la “juerguiña” y la diversión como forma de vida. La afición azulgrana aún recuerda con rabia sus espantadas a Brasil para celebrar “el cumpleaños de su hermana” (ahora se dice así) justo antes de un partido trascendental. El hábitat natural de una especie futbolera como Ney es el sambódromo, junto a su pandilla de palmeros a sueldo: los Toiss. Eso lo saben bien aquellos que quieren ficharlo, y esa imagen de un crack que promociona la dolce vita y la caipiriña nocturna en lugar de la cultura del esfuerzo y la honestidad del deportista no beneficia en nada al club. Por cosas como esas, y por el fichaje de Griezmann (otra diva ególatra que se mofó de los culés con aquel famoso vídeo de infausto recuerdo) ha dejado de ir al Nou Camp alguien tan íntegro y fiel a los colores como Josep María Minguella, santo y seña del buen barcelonismo.
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