(Publicado en Diario16 el 18 de agosto de 2019)
La vicepresidenta del Gobierno en funciones, Carmen Calvo, ha movido ficha por fin al asegurar que los puertos españoles “están abiertos a la ayuda humanitaria”, lo que arroja un rayo de esperanza para el Open Arms, el buque que navega con decenas de personas a bordo sin que nadie quiera hacerse cargo de ellas. Nunca es tarde para corregir un grave error. El barco de rescate ha estado errando por el Mediterráneo durante semanas en uno de los episodios más indignos de la historia de la Unión Europea. Toda esa pobre gente que viaja en la heroica embarcación patroneada por Òscar Camps –un Ulises en la odisea imposible de la paz– hace muchos días que debería estar en España, en tierra firme, en el puerto de Valencia o de Barcelona, al abrigo de temporales y enfermedades y siendo atendida por médicos y psicólogos, que es lo justo desde un punto de vista lógico, humano y moral.
Resulta evidente que a nuestro país le han faltado reflejos (quizá también decisión, valentía, voluntad política y compromiso social) en la crisis del Open Arms. Pedro Sánchez ha mantenido una posición ambigua, aséptica, en todo este dramático episodio, tratando de no incomodar a Bruselas y de no incurrir en un incidente diplomático con la Italia del xenófobo Matteo Salvini. Atrás queda el caso del Aquarius, las bonitas palabras y aquella hermosa proclamación del Gobierno socialista que declaró los puertos españoles santuarios contra la Europa racista. Este Sánchez de hoy no parece el mismo Sánchez de entonces, al menos en lo que se refiere a la política humanitaria y de inmigración. Su valiente posición durante el rescate del Aquarius ha quedado diluida y hoy tenemos a un presidente del Gobierno que se va de vacaciones a Doñana mientras las 151 personas que van a bordo del Open Arms son tratadas como ganado, como apestados por la Europa opulenta e insolidaria. Un gobernante no debería irse a dormir por la noche sabiendo que un puñado de náufragos dependen de que él descuelgue un teléfono y dé la orden a Aduanas de permitir la entrada del buque en un puerto español.
Todo apunta a que estamos ante un Sánchez ausente y dubitativo que deshoja la margarita del pacto con Podemos o ir a unas nuevas elecciones. Pero los desahuciados de África, la chatarra humana que Occidente ha condenado a una muerte segura en el Tercer Mundo, no pueden esperar a que Sánchez se decida. Los migrantes, entre ellos niños, enfermos y mujeres embarazadas, no entienden de tacticismos políticos ni de juegos de tronos. Toda esta muchedumbre inocente y abandonada a su suerte –la gente del Open Arms como en su día la del Aquarius y como otros muchos que llegarán después en otros barcos con nombres igualmente prosaicos−, necesita simple y llanamente ayuda, medicinas, agua, comida, una manta, algo de café y quizá algo de calor humano, aunque tampoco eso es imprescindible. ¿Es tanto pedir? ¿Acaso no puede la Europa rica costear unas cuantas cajas de ayuda humanitaria? ¿Qué porcentaje ínfimo pueden suponer unos cuantos packs de comida y botiquines y algo de caldo caliente al lado de los cientos de miles de millones de euros en presupuestos que mueve el Parlamento Europeo, el Banco Central y las demás superestructuras llenas de burócratas que allá, en sus rascacielos diamantinos, son expertos en informes técnicos, en números y en directivas pero incapaces de estremecerse ante las lágrimas de un niño libio al que alguien ha arrojado a una barcaza neumática, solo, sin sus padres ni hermanos a los cuales probablemente ya nunca más volverá a ver.
Ilustración: Artsenal
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