(Publicado en Diario16 el 27 de febrero de 2019)
La historia del ‘procés’ de independencia en Cataluña es la historia de la evolución personal y política de su gran progenitor, promotor y fuente de inspiración: Artur Mas. Como sucesor y delfín de Jordi Pujol, fue él quien activó la maquinaria de la independencia y colocó a un hombre de su plena confianza, Carles Puigdemont, para que sostuviera el timón mientras su figura pasaba a un segundo plano. Era la maniobra que convenía a la derecha catalana en aquellos momentos en los que su principal partido, Convergencia Democrática de Cataluña (CDC), pilar del pujolismo y durante décadas llave de la gobernación en España, era acosado por graves escándalos de corrupción como el 3 por ciento.
Hasta ese momento crítico Mas nunca había sido un independentista pata negra, es decir, un revolucionario de cuna. De hecho, cuando el Estatuto de Autonomía de Cataluña de 2006 pasó el trámite del Congreso se reconoció como un nacionalista “tolerante y moderno”, pero integrado en el conjunto de España. Aquella posición mesurada en lo ideológico cambió radicalmente en 2010, tras la polémica sentencia del Tribunal Constitucional que declaró ilegales varios artículos del nuevo Estatuto. Fue entonces cuando Artur Mas decidió dar el paso definitivo y transformarse en el más intransigente de los conversos soberanistas, declarándose partidario del derecho a decidir. Una evolución política contra la que nada habría que objetar (a fin de cuentas toda persona tiene derecho a cambiar de opinión a lo largo de su vida) de no ser por un pequeño detalle: cinco años antes su predecesor al frente de Generalitat, el socialista Pasqual Maragall, le había apuntado con el dedo, a él y a su partido, acusándole del cobro de comisiones ilegales en un porcentaje del 3% del presupuesto de las obras públicas que adjudicaba el Gobierno autonómico de Convergencia i Unió. Aquella acusación le convenció definitivamente de que debía refundar el partido para pasar página y olvidar el pasado (PDeCAT) dar el paso a la independencia y romper con un Estado, el español, cuyos policías empezaban a meter las narices incómodamente en las cuentas de la formación. De la noche a la mañana, la derecha catalana ya no quería más transferencias ni dinero para inversiones, renunciaba a su papel de bisagra institucional con los gobiernos del Estado y abrazaba el independentismo como fuga hacia adelante.
Hoy Artur Mas ha pasado por el Tribunal Supremo para declarar como testigo en la causa del ‘procés’. Fue él quien lanzó la piedra de la independencia y escondió la mano, dejando que otros se despeñaran en una aventura descabellada que no podía tener un final feliz. Milagrosamente, Mas no está entre los acusados ni entre los patriotas exiliados, y hoy se irá tranquilamente a comer a su casa mientras aquellos a los que arrastró en su delirio tragan el rancho de los calabozos. Él sabía desde el principio que aquel tremendo embrollo del referéndum sería la cortina de humo perfecta para que se hablara de otra cosa que no fuera el 3 per cent. Mientras tanto, miles de catalanes, ilusionados con un proyecto de República que Mas sabía perfectamente que no sería posible, se dejaron arrastrar por sus promesas.
Como era previsible, no ha querido pronunciarse ante los magistrados del Supremo sobre la ley de transitoriedad que debía romper con el actual ordenamiento jurídico español y crear un nuevo marco legal hacia la República. “Esa ley era la expresión jurídica de que no se llegara de cualquier forma a la independencia sino a través de un proceso ordenado que garantizara la seguridad jurídica de todo el mundo”, alegó Mas. “Luego era la norma suprema de Cataluña a la manera de un proceso constitucional…”, remarcó el fiscal Zaragoza. En ese momento un presidente Machena más garantista que nunca rechazó la pregunta e invitó a las partes a tomarse un descanso. Y Mas se volvió tranquilamente para Barcelona.
Viñeta: Igepzio
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