(Publicado en Diario16 el 18 de marzo de 2019)
En cuarenta años de dictadura no hubo un solo derecho humano que Francisco Franco no pisoteara vilmente. Encarceló y fusiló a miles de personas solo por sus ideales republicanos o de izquierdas; abolió la democracia y clausuró el Parlamento; cercenó el pluralismo político, la libertad de expresión y de prensa; y prohibió los partidos, asociaciones y sindicatos de trabajadores. En sus cárceles y campos de concentración se practicaba habitualmente la tortura y el trato degradante contra los presos políticos. A los que conseguían escapar y salir del país les esperaban largos años en el exilio, lejos de sus familias y amigos. La Guardia Civil podía entrar en cualquier momento, de día y de noche y sin necesidad de mandamiento judicial, en el domicilio de aquellos ciudadanos sospechosos de no ser “buenos españoles”.
La calle era segura porque había toque de queda y nadie podía salir de sus casas a una hora determinada; dentro, en los hogares, reinaba el pavor. La ley franquista no celebraba juicios justos, solo sumarísimos, ni daba ningún tipo de garantía procesal a los considerados disidentes. A los pobres diablos se les juzgaba y se les condenaba a penas durísimas, muchas veces a la perpetua o al paredón. Y también estaba la censura, que controlaba férreamente la obra de los artistas. Todo aquel que osara criticar al régimen era detenido y enviado inmediatamente a lóbregas prisiones, donde le esperaba el hambre, el frío y la enfermedad. Típico de un estado fascista.
Los primeros años de posguerra y dictadura fueron de auténtico terror. Con el paso del tiempo el régimen fue suavizándose, pero los españoles siempre convivieron con la represión y el miedo en el cuerpo durante la más infame de las dictaduras que conoció jamás la historia de España.
Bien pensado, quizá sea esa la mejor salida al laberinto histórico en que se ha convertido la exhumación de la polémica momia. Ir con todas las de la ley y la fuerza de la razón frente a las mentiras y estupideces de los herederos de la barbarie. Que el próximo 10 de junio el Gobierno de Sánchez, en virtud de la potestad que le confiere el Parlamento español, sede de la soberanía nacional, dé la orden a los operarios para que entren en la Basílica sin miedo al prior falangista Cantera, horaden la tumba con sus taladros mecánicos, saquen el ataúd y lo trasladen de una vez por todas al panteón del cementerio de Mingorrubio, que dicho sea de paso es bastante más espacioso y opulento que las infectas fosas comunes donde el dictador, sin el menor ápice de compasión cristiana, dejó que se pudrieran los cadáveres de miles de represaliados.
Puede que sea esa la mejor solución: llevar a cabo la Operación Valle de los Caídos por la fuerza de la legitimidad moral, la ley y la Justicia; dejar que el Tribunal Supremo se pronuncie sobre el caso y dé la razón al Estado (otra cosa sería un escándalo mundial); y permitir que una cohorte de procuradores franquistas lleguen hasta Estrasburgo, gran templo de la democracia europea, para defender sus postulados marcianos en una especie de opereta que resultaría cómica, hilarante y digna de una comedia del maestro Berlanga si no hubiera detrás un millón de muertos, que es lo que costó la descabellada aventura de los africanistas nacionales.
Por dignidad, por respeto a España y por vergüenza torera, la familia Franco no debería llegar tan lejos en una iniciativa legal que podría terminar en el más espantoso de los ridículos. Pero si lo hacen finalmente, será allí, ante un tribunal imparcial y no en un cuartel golpista, ni en un sangriento campo de batalla, ni en una cárcel del régimen o ante un pelotón de fusilamiento donde se hará Justicia. Los Franco podrán defender lo que consideran justo, un derecho que no tuvieron millones de españoles tras el 36. Será entonces, en sede judicial −frente a unos magistrados francófonos (no confundir con franquistas) que alucinarán ojipláticos cuando vean entrar al comando de defensores del fascismo salidos del Museo de Cera−, donde se resolverá finalmente la cuestión española.
Ese será el momento decisivo, la auténtica Transición española, la que hará no un borbón, ni un valiente Suárez, ni un Parlamento bipartidista, sino unos jueces de Estrasburgo libres e independientes que al golpear con el mazo de la historia, haciendo tronar la verdad en cada rincón de Europa, sentenciarán que Franco no fue ese hombre admirable que debe ser honrado e idolatrado en un mausoleo por haber hecho tanto por España, como dicen los charlatanes del engañoso revisionismo fascista. La decisión de los magistrados concluirá sin duda que el general fue lo que fue: un tirano genocida que no merece el culto que se le ofrenda. Un fantasma del pasado digno de recibir la condena más dura: la del olvido en un apartado cementerio madrileño por todo el daño y el horror que causó.
Viñeta: El Koko Parrilla
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