miércoles, 6 de febrero de 2013

ÁGORA

(Publicado en Levante-Emv de Castelló el 26 de octubre de 2009)

En Amenábar hay esa extraña excelencia que no suele encontrarse en el cine español, un cine demasiado acomodado al costumbrismo, al flamenquismo y al guerracivilismo. Ahora acaba de regalarnos Ágora, una de romanos sin romanos sobre la eterna lucha entre la razón y el fanatismo. Por fin cine con mayúsculas, por fin una superproducción ambiciosa, original, culta, para regenerar la oxidada maquinaria fílmica española. En la posguerra no había dinero ni escuela de cine pero teníamos a Joselito y a Marisol, cine de niños redichos para huir de la censura. Hoy tenemos el dinero, pero nos falta el talento, que es lo único que puede sacarnos de Gran Hermano, del sofá y de la ruta de la nevera y el pis. Amenábar está trabajándose una escuela, justo lo que nos hacía falta. Un cine sin escuela no es cine y un país sin cine no es nada, de eso se ha dado cuenta Montilla. Hitchcock hizo escuela y desde entonces las mujeres no entran solas en la ducha. En Ágora todo es grande y pequeño a la vez, épico e intimista, histórico y personal, complejo y sencillo. Amenábar tiene la habilidad de llevarse al espectador de garbeo por el cosmos y devolverlo un segundo después al corazón de Hipatia, esa Madame Curie del siglo IV que fue asesinada por una manada de tarugos cristianos armados con el crucifijo, el arma de destrucción masiva que más daño hizo durante siglos. La tesis queda clara desde el principio: los antiguos griegos, con su escuadra y cartabón, iban por el buen camino para sacar a la Humanidad de la muerte, la guerra, el oscurantismo, el dolor y la destrucción que la ha perseguido desde que a Adán se le ocurrió darle la mordida a la manzana. Ciencia, razón, investigación, conocimiento hipotético deductivo, empirismo. Aristarco intuyó que el centro del Universo conocido era el Sol; Demócrito pensó en el átomo dos mil quinientos años antes de que se descubriera; y Pitágoras puso los cimientos matemáticos del mundo, aunque nos amargara con sus fórmulas los primeros años de infancia. Todo este saber se guardó celosamente, durante siglos, en la Biblioteca de Alejandría, hasta que unos curatas piradillos que decían creer en Jesús decidieron meterle fuego al templo y liarse unos cigarros con los pergaminos de Platón y Aristóteles (a Marx no se lo fumaron porque El Capital aún no había llegado a las librerías). Ágora es un monumento sobre el pasado, el presente y el futuro. Meten miedo esos parabolanos barbudos ensotanados y encapuchados que aparecen, como manadas de lobos, entre plano y plano. Asustan esos cabezas rapadas de Cristo que lo mismo le daban un mendrugo de pan a un mendigo con cartela que le atizaban en la testa a un pobre filósofo pensativo. Acollonan esos sicarios frailunos que levantaban antorchas y palos contra todo el que se meneaba y se atrevía a pensar con la mollera. Afortunadamente, aquel loquerío católico ya es Historia. Ahora el fundamentalismo es un barrigón con bigote, de aspecto bonancible y en camiseta de tirantes, que vive en la puerta de al lado. No conviene bajar la guardia, que aún quedan talibanes bíblicos dispuestos a inmolarse y a inmolarnos para imponer su fe desalmada. Puede que ya no quemen, puede que ya no saqueen, puede que ya no ejecuten, pero el virus maligno del fundamentalismo sigue ahí, latente, larvado, contagiando al personal en las manifas domingueras que se lanzan contra el aborto y el gay. Unos, los quinquis de esmoquin, son fundamentalistas del oro fácil, como esos tratantes de la Gürtel que han montado el carnaval del dinero. Otros son fundamentalistas de la patria y quieren imponernos su bandera, su equipo de fútbol y el plato combinado de su pueblo. Y los hay fundamentalistas de religión que esperan sentados y pacientes, alrededor de la hoguera y garrote en mano, a que una filósofa cañón descubra por qué la maldita manzana newtoniana tiene que caer siempre en línea recta.

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