Un grupo de artistas de élite, un lobby cultureta, se ha propuesto hacernos pagar por consumir cultura, nuestra cultura, en Internet. Es lo que nos faltaba. El ciudadano paganini se ha convertido, básicamente, en un ser que paga impuestos y tasas. Si Descartes levantara la cabeza escribiría: pago impuestos, luego existo. Pagamos por aparcar en zona azul, por la recogida de basuras, por subir al autobús, por entrar en los museos, por el desgaste de las aceras (como decía Gila), por respirar, por mear y hasta por morirnos. Ahora quieren que paguemos por la cultura de Internet.
La ministra González-Sindescargas, con cierta frivolidad y bisoñez política, prometió a esos millonetis de la SGAE que se acabó el gratis total, que aquí todo quisqui a pagar, que iba a cerrar portales electrónicos a diestro y siniestro, como si de una Torquemada digital se tratara. Menos mal que al final, una vez más, ha tenido que salir Zapatero a poner un poco de cordura y un poco de orden en otro ministerio que se le había desmelenado. «No se va a cerrar ninguna web», ha dicho el presidente.
Las revoluciones ya no las hacen desarrapados con la hoz y el martillo, las hacen blogueros armados con computadoras.
De modo que el Gobierno ha tenido que recular porque se ha dado cuenta de que ir contra Internet era ir contra la libertad del pueblo. Y eso, amigo, puede costar unas elecciones.
Vaya por delante que los artistas, y hasta los que van de artistas sin serlo, tienen derecho a cobrar su canonjía de autor, faltaría más. Lo contrario sería condenarlos al infierno del Metro, al hambre retrofranquista y a pasar la gorrilla y la cabra. Eso no lo quiere nadie. Pero cerrar indiscriminadamente portales que difunden arte y cultura en la Red es tanto como querer cerrar bibliotecas gratuitas, es tanto como instaurar la censura maoísta. No se imagina uno teniendo que pagar un tanto a los herederos de Melville por sacar Moby Dick de una biblioteca pública. Pues lo mismo sucede con Internet, cuyas páginas son las modernas filmotecas y videotecas del siglo XXI.
Internet ha sustituido a la plaza, a la calle, al espacio público. Es el ágora posmoderna. La gente ya no tiene que salir de casa para relacionarse con otros y la conversación de vecindonas de patio de luces también está en franca decadencia. Hoy los cotilleos se ventilan en facebook y los discos, las películas, las fotografías, se intercambian en la red a la velocidad de la luz. Quiere decirse que antes quedábamos con la chati en el café de la esquina para ligárnosla hablando de Sartre, Rimbaud y Bergman (qué coñazo Bergman) y de paso se le endosaba unos discos de los Beatles, para hacernos los interesantes. Hoy el personal se lo monta virtualmente y el gentío comparte con otros su álbum de fotos en Peñíscola, su despedida de soltero, todo ceguerón, su música y su cine. ¿Cómo puede un Gobierno moderno y democrático restringir esta libre circulación de información, ideas, cultura? ¿Es que piensa González-Sindescargas aplicar un impuestazo a dos amigos que se pasan sus canciones favoritas? ¿Es que planea la ministra crear una policía secreta para perseguir frikis de Raphael?
A los artistas de guante blanco, esos que se manifiestan contra el hambre en el mundo pero le niegan un disco a los parias que no pueden pagárselo, esos que ganan una pastizara con la que podrían vivir cien veces mientras cantan contra las injusticias del mundo, esos que viven del chupito subvencionado por el Estado para inundarnos con su morralla de obra mala, esa turbamulta que alimenta a las grandes multinacionales que se lo llevan crudo engordando los precios de los discos y deuvedés, habría que decirles que no pueden poner puertas a la libertad del pueblo, al libre intercambio de ideas y cultura. Esos artistas, la mayoría de ellos magnates que se solazan en las piscinas de Miami y tributan en paraísos más o menos fiscales, están dando un espectáculo lamentable con su cicatería hipócrita. Quieren que el Gobierno les ponga una guardia de corps para proteger sus intereses de rico.
Uno ya no sabe quién es más pirata: si el internauta que busca una canción o un recuerdo en Internet o el yuppie codicioso de la Sony.
Imagen: Xurxo
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