(Publicado en Levante-Emv de Castelló el 22 de junio de 2009)
Pero en Irán es otra cosa. En Irán el gentío es una sola garganta que quiere que el Poder, la Teocracia, esos señores envueltos en apolilladas sábanas negras, les devuelvan el voto. Ver en televisión a cientos, a miles, a millones de cuerpos y almas iraníes, puño en alto, nobleza en alto, reclamando su papela sagrada, su cuota de libertad, ha sido un acontecimiento edificante y dignificante. ¿Cuándo fue la última vez que el pueblo se echó a las calles ibéricas para hacer una práctica en vivo de democracia? Una sociedad cae en el aburrimiento y se hace gazmoña cuando ya no tiene nada por lo que luchar. El aburguesamiento democrático es el primer escalón del dinero sucio y fácil.
Pero en Irán todo es diferente. Las imágenes televisivas del terremoto humano caminando valiente y decidido detrás de Musavi, ese revolucionario con pinta de impasible catedrático de Semiótica, han dejado al mundo desconcertado. Las caras aureolando ilusión, fe, juventud, fuerza, ansias de libertad.
Occidente creía que eran seres atrasados, sin cultivar, fundamentalistas, atávicos. Pensábamos que aquél era un mundo bárbaro y hermético sin solución, un mundo que no queríamos comprender porque dormía el sueño del subdesarrollo medieval, el eje del mal y toda esa coña en plan Bush. Estábamos a punto de creernos que cada iraní escondía debajo de la camisa una bomba suicida. Y nada de eso. Estos días la tele nos ha mostrado que no son tan diferentes a nosotros. Hombres en vaqueros y mujeres sin velo de rostros inteligentes y hermosos, vecinos que se indignan al leer los periódicos mentirosos del cura Jatamí, ciudadanos que siguen con avidez la Copa Confederaciones. No llevan rabo ni cuernos ni lanzan espumarajos radicales por la boca. No llevan un Bin Laden dentro del cuerpo.
No son más que personas indignadas que se echan a la calle a defender las migajas de democracia que les deja un régimen corrupto. Como lo harían los parisinos, los londinenses o los barceloneses. Ciudadanos que se comportan como rebeldes civilizados, ciudadanos furiosos por el pucherazo electoral que han sufrido en sus carnes, cabreados por el engaño de los ayatolás, enfurecidos por el tongo que les ha urdido el charlatán vendedor de alfombras que es Ahmadineyad (un tío que se hace la raya en medio para separar los piojos hembra y los piojos macho, por citar a ese internauta iraní desconocido que es un francotirador electrónico).
Persia, una civilización brillante que ha caído en la miseria y el olvido por los reyes sátrapas del pasado y los monjes piradillos del presente que se llevan el petróleo y engatusan al personal con unos cuentos coránicos. En ese Irán que ahora resucita como un grito en el desierto floreció el Edén. Persia vio cómo se levantaban los Jardines de Babilonia, dejó impresas las primeras palabras, vio nacer a Avicena y alumbró las Mil y una noches.
Toda esta movida persa de llamas verdes que se rebelan contra sus clérigos impostores recuerda a la revolución pacífica de Gandhi, al desplome del Muro de Berlín y a la marcha de aquellos rusos que estaban hasta los soviets y se subieron a los tanques para escuchar a Gorbachov, que ahora se ha quedado en un Sinatra de calva grafiteada de sangre. La revolución islámica se tambalea. Irán empieza a raparse las barbas.
Imagen: KW
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