miércoles, 6 de febrero de 2013

LA PAGA QUE NO LLEGA

(Publicado en Levante-Emv de Castelló el 28 de septiembre de 2009)

Los vemos callejeando por ahí, por las plazas, por las aceras, por los ambulatorios griposos, van caminando lentísimos, mudos, encorvados, con el pie de madera y la bufanda raída, estatuas arrugadas, verrugas del tiempo, jubilados no del trabajo, sino de la vida, de la familia, del amor, seres borrosos que van buscando ese banco roto y frío del parque que es un exilio verde de miedo, de dolor, de soledad. 
En nuestra querida y sufrida comunidad autónoma hay ya 55.000 ancianos que esperan cobrar las ayudas a la dependencia, las ayudas que no llegan, que no ayudan. Al Gobierno valenciano, volcado como está en sus ferraris, sus pirámides y sus velas, se le ha olvidado rescatar a nuestros jubilatas y tarretes de la pensión yerma y estéril. Y mientras tanto ellos, los hombres y las mujeres de la máquina del tiempo, los náufragos de la vida, agonizan en la desesperación, tosen la tos de la impotencia, mascan el tabaco rancio del abandono. De cuando en cuando uno va y la palma en su casa expropiada o en la mala residencia, delante del televisor, en una de esas mañanas horteras y cornudas de Ana Rosa, reina de la mierda rosa. O cae infartado delante de las exclusivas que va soltando la portuaria y poligonera Esteban, pobre Andreíta, vendida como una muñeca infantil al share telecinquero. O le agarra un ictus delante de las bujarradas de Jorge Javier, que es un zorrillo lascivo con gafas de pasta, camiseta Disney y playeras de escándalo. 
La prensa, los telediarios, las revistas, toda la formidable recua mediática, no paran de hablar y hablar de la ruina de la crisis, del plan E, de la movida de Prisa contra Zapatero, del moro afgano que mola y se inmola, de las cajas negras y los trajes de Camps, de las corridas de Berlusconi en su harén mussoliniano de velinas encocadas, del asalto corsario/sociata al bajel corrupto y podrido de Benidorm (antes por lo menos engañaban a los abuelos con el viaje de fiambrera y bocata de ibérico a Benidorm, cuando lo del Imserso y aquello, y los mandaban a hacer taichi y a tomar por el barro mediterráneo, que era bueno para los huesos y para los huevos geriátricos). Era una forma de esconder la vejez, que es la muerte en vida. 
Pero nada de ese espectáculo fabricado por los periódicos y la tv es el país real. El país real es un viejo sesteando en el suelo de un cajero automático junto a un cartón de Don Simón. El país real es una anciana que araña la calderilla en el cajón de una cómoda pasada por cien guerras civiles, que rebusca en el refajo repleto de recetillas para las transaminasas, optalidones de contrabando y estampitas de la Virgen. El país real es una vieja a la que le llegan los papeles de la paga, años después, cuando ya está de cuerpo presente, entre trajes de luto que lloran lágrimas falsas y codiciosas, y que tiene que resucitar, la pobre, para firmar el dichoso impreso. 
Philip Roth cree que la vejez no es una lucha, es una masacre. La masacre es que se han olvidado de ellos, que no les dan la paga dependiente y merecida, que algunos hasta vagan errantes en el laberinto de la burocracia y vuelva usted mañana. Son los desaparecidos invisibles de esta democracia bursátil que tiene millones para carreras de coches pero ni un duro para sus viejos mortales. Las ayudas de Camps no le llegan al viejo/a. El viejo se nos muere de un ataque de pobreza, de miseria, de hambre, de un arrechucho de reuma burocrático. 
A Quevedo le debemos la mejor paradoja sobre la vejez de todos los tiempos: todos deseamos llegar a viejos y todos negamos haber llegado. Yo, por si acaso, voy a ir rellenando ya los papeles de la vejez y se los voy a mandar a Camps por Seur. Mayormente para que no me pille el toro. Y que Dios nos coja confesados. 

Imagen: Luca Mendieta

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