lunes, 4 de febrero de 2013

LA SEÑORA ROBINSON

(Publicado en Levante-Emv de Castelló el 18 de enero de 2010)

El primer ministro de Irlanda del Norte, Peter Robinson, ha decidido irse a su casa una temporada, avergonzado, hundido, después de que la press haya aireado las correrías de su mujer con ese graduado jovencito al que, según dicen, ha puesto bar y cheque a cuenta del erario público. 
O sea, que en el mundo anglosajón, que inventó la democracia moderna, y lo que es más importante, que inventó el fútbol, no se andan con chiquitas a la hora de eso que llaman depurar responsabilidades. En el mundo anglosajón, político que miente, aunque sea una mentira de bragueta, político que se va a su casa a hacer bricolaje. ¡Ah, qué envidia contar con unos gobernantes tan honestos, tan gentlemen, tan lores, que cuando son sorprendidos en el robo y la mentira se van abochornados a sus hogares respetables! Aquí, al político pescado en un escándalo, al que no sabe hacer otra cosa que pillar, o le hacen una cena/homenaje o le ponen una calle o le dan el honoris causa. 
Pero es que Iris Robinson, Mrs. Robinson, esa fulanita de tal sesentona, voraz y ardiente, esa dama de hierro íntegra y decente de misa de doce (¿van los presbiterianos a misa de doce?, consultaré la Wiki), es la misma que no hace mucho condenó el amor homosexual, la misma que arrojó a Hillary Clinton a la hoguera mediática por haber perdonado que su marido cayera en la carne fresca, adolescente y becaria de Mónica Lewinsky. ¡Seamos serios, hombre! Al irlandés le importa un bledo que lady Robinson, se haya propuesto reeditar con su Dustin Hoffman particular el clásico sexual sesentero de Simon and Garfunkel. Al irlandés, como a cualquier anglosajón, lo que le importa, además de beber mucha cerveza, es que le han mentido, que se la han metido (doblada, mayormente). Y eso, ya digo, en una república más o menos independiente, como la norirlandesa, no se perdona. 
A uno le parece exagerado que un primer ministro eficiente y capaz, si es que éste lo era, tenga que abandonar la cosa pública por un polvete extraministerial, por una aventura unionista, por una coyunda a la hora del té de su mujer aburrida. Pero es que bien mirado, es lo suyo. La mentira es el veneno de la política, y eso, algunos políticos de aquí parece que no lo han comprendido. Treinta años de transiciones y aún no han interiorizado las reglas básicas del póker democrático, los mandamientos sagrados de la cosa (el primero, que quien la hace políticamente la paga políticamente con una buena dimisión a braga quitada). 
Salvando las distancias, lo que le pasa a Mr. Robinson con su santa zorrastrona le pasa a Carlos Fabra con Hacienda. Mr. Robinson está acosado por el escarnio público, por la befa y mofa del Mirror, por el Sinn Féin, por el lobby gay, por el fantasma de los cuernos, que es el peor de todos. Fabra está acosado por los inspectores de Hacienda, por el juez Pin, por Colomer y por Ramón Marín, que le sirve unas columnas domingueras tan bien escritas como indigestas. Son vidas paralelas, en plan Plutarco. Pero mientras uno ha decidido asumir su culpa y se ha ido a casa como un hombre cornudo, de acuerdo, pero como hombre a fin de cuentas, el otro sigue sacando pecho en el trono de Castelló. Mientras el premier irlandés se ha ido a casa sonrojado de pecados, Fabra se jacta de los suyos en pleno Pleno de la Diputación. Y así los pleitos de Nules crecen y crecen como aquel cadáver de Ionesco. 
Vivimos en el país donde la cutreidad es un régimen político, donde los escándalos se venden en la prensa de la ingle, donde la sinvergonzonería es una escuela filosófica. Uno cree, en fin, que los pecados de la carne, como los de la señora Robinson, son menos pecados al lado de la orgía de las comisiones, del tráfico de influencias, del soborno hispano/fenicio, del tocomocho de los documentos oficiales, del saqueo a manos llenas de las arcas públicas, del fraude fiscal, más otros pecados que algunos de nuestros patriarcas practican con gran astucia y maestría. 
Así que tenemos mucho que aprender de la Pérfida Albión.

Imagen: Diario de Alava

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