El Parlament de Catalunya quiere abolir los toros, lo cual demuestra que por aquellas tierras siguen un paso por delante. A los catalanes tenemos que agradecerles Dalí, la Sagrada Familia, Jordi Pujol, Buenafuente, Pla, el fútbol gongorista del Barsa, la butifarra (bastante más exquisita que la de Aznar), los paños de Terrassa, Punset, Judit Mascó y ahora esta cruzada lincoliana contra un lobby de ganaderos de la ganancia que vive a costa del holocausto del toro.
No sólo es necesario acabar con los toros por lo que tiene de espectáculo neroniano y cruel, sino por lo que supone de residuo histórico y patológico para una sociedad. En España el poder siempre ha estado en manos de un torero muy macho y muy puesto, ya sea un generalote golpista, un rey absoluto, un político logrero o un cura facha. El torero es el poder fáctico, inculto, señorial, poderoso. El toro es el pueblo toreado, explotado, noble, bello, salvaje. Mientras no terminemos con esta fiesta triste y tribal seguiremos en lo de siempre: en las dos Españas.
Abres la enciclopedia y ves que toda la Historia nacional ha sido una mala y sangrienta corrida de toros. Los toreros luciendo paquete y luces como medallas militares. Las bestias honradas del pueblo aplastadas en la arena.
Aquí siempre hemos hecho política en las corridas y una corrida de la política. Desde hace siglos, nos han gobernado como en un ruedo, un ruedo macabro en el que se trataba de torear al adversario, picarlo, banderillearlo, atravesarlo y darle el último puyazo. El penúltimo diestro siniestro fue Tejero, un torete corniveleto con bigote astifino y montera de civilón que entró en el ruedo de las Cortes a pedir la alternativa. El alguacil, o sea el Rey, lo redujo de torero a bestia, le dio unos pases y lo devolvió al corral. La verdad es que aquello, más que una corrida de Miuras, fue una charlotada, o sea el bombero torero, que por otra parte es lo único divertido de las corridas, por lo que tiene de homenaje a Chaplin. Aznar quiso ir para maestro y se quedó en novillero, con el dedo en alto mirando al tendido.
Yo creo que vivimos en una democracia taurina aún por evolucionar. Por eso una cuadrilla de subalternos quiere cortarle las orejas, y hasta el rabo, a Garzón, el Curro Romero de la Justicia.
Mejor dar toros que cultura, que luego salen exposiciones peligrosas y críticas, como la del MuVIM, y al gentío le da por pensar en la Gürtel.
No seremos europeos mientras haya una sola corrida en cartel. Los toros son un «espectáculo con un suplicio paulatino», lo ha dicho el gran Delibes antes de irse. Las corridas son lo peor de nosotros mismos como pueblo, la sangre reglamentada, el vicio cainita al son del pasodoble. El toreo es la escuela del paletismo, las putas y miarmas con mantilla y peineta, el maletilla muerto de hambre que se va a Madrid a echarse al ruedo del ridículo, los bodrios de Matías Prats, los cojonazos del toro Osborne oscureciendo la campiña, no me gusta que en los toros te pongas la minifarda, ese torito bravo lo quiero pa semental, el mito del macho maricón, el culifino vestido de luces, el ceguerón de bota y vino tras la barrera, la estampita de la Virgen, ruega por nosotros pecadores, la tragedia a las cinco en punto de la tarde, arrímate, cojones, arrímate.
Abolir el toro es abolir la última ruina del franquismo. La fiesta está tan de capa caída que tienen que organizarse macrocorridas sexuales para mujeres, como las de Jesulín, el estoque más afilado de España. Hoy los toros se han quedado para la foto gilipollas de los turistas, la foto typical spanish con fallera y paella, que el otro día pillé a cien japoneses estreñidos retratando la Monumental de Valencia, como si fuera el Coliseo, los muy idiotas.
El César daba pan y circo. El gobernante español da pan (cuando lo da) y toros (eso siempre). Ya está bien de que la plaza sea el hemiciclo del pueblo español, su parlamento. Saquemos los toros de la Constitución. Y si Jesulín se queda sin curro, le damos un programa en la caja tonta. Para que vaya contando sus folleteos.
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