jueves, 7 de febrero de 2013

EL INDULTO DE CAMPS

(Publicado en Levante-Emv de Castelló el 10 de agosto de 2009)

De la Rúa, un juez al que todos quisiéramos tener por amigo en los malos momentos, ha indultado a Camps y a los demás gürtelianos al sentenciar, por la vía de urgencia, que un político puede recibir regalos de presuntos delincuentes sin cometer un delito. Bien. De acuerdo. ¿Pero y qué pasa con la imagen, con la honorabilidad, con la respetabilidad del político? El TSJ podrá salvar a Camps de sentarse en el banquillo de los acusados pero no podrá salvar su buen nombre. Aunque ya sabemos que, hoy por hoy, la honra es un valor que cotiza más bajo que una acción de Lehman Brothers. Si Larra fuera un hombre de nuestro tiempo probablemente no se pegaría un tiro en la sien, se metería a broker o a concejal de Urbanismo, que es casi lo mismo, véase ese edil untado hasta las cejas por Paco El Pocero. 
De modo que el final que le ha dado la Justicia a este culebrón nos sabe a poco. Hay demasiadas preguntas sin respuesta. El auto de De la Rúa ya no nos vale, porque hemos ido perdiendo la fe en el president con tanta grabación de la pasma, tanto desfile de moda de grandes marcas y tantas medias verdades. 
Camps, ay Camps, dijo que encontraría las facturas y no las ha encontrado. Camps juró que no conocía a El Bigotes y resulta que era su amiguito del alma. Camps prometió que se aclararía todo y todo sigue igual de turbio. Ahora la leyenda negra ya está labrada. El president y los demás implicados arrastrarán una cadena mucho más pesada que el grillete, un largo perchero cargado de trajes no explicados, crueles traiciones, sospechas oscuras, gruesas mentiras, facturas volátiles y amigos sombrones y aprovechados. Hasta han tenido que celebrar el indulto en la intimidad porque no era plan de salir al balcón de Génova con un modelito prestado.
Dice el TSJ que no hay relación de causalidad entre los trajes y los contratos a dedo. Pues me lo expliquen. A los comunes mortales ningún millonetis sin estilo nos telefonea por Navidad para arrullarnos y seducirnos. 
Al final, decisiones como ésta dan la razón a los que piensan que el poderoso entra y sale de los juzgados como quien se pasea por un balneario mientras el robagallinas va de cabeza al trullo y sin rechistar. 
Es más que evidente que sus señorías se han equivocado esta vez. El auto es tan forzado, tan retorcido y tan chirriante que llega a justificar lo injustificable: que un político pueda recibir regalos de la mafia. Con esta nueva doctrina (que ya podemos bautizar como doctrina Camps), se abre la espita para que el gobernante pueda ir por ahí aceptando detallitos de cualquier honrado tahúr. Y si hoy es un traje, mañana puede ser un Rolex diamantino, que no nos falte de ná, y pasado mañana un apartamento en Torrevieja-Alicante, como en el Un, Dos, Tres, aquel concurso para parejas gorronas de la teletransición. Sí, ésa es la idea que tiene el PP de la democracia: una tómbola, un concurso (¿quiere ser millonario?), un zoco moruno para camarillas oportunistas, rebajeros y cazachollos que están más al chupito fácil, a lo que caiga, al ajo, que a resolver los problemas voraces del ciudadano. 
Con su decisión, sus señorías del TSJ institucionalizan la dádiva como praxis política, borran de un plumazo el cohecho impropio (un delito que quedaba tan bien en el Código Penal) y dan argumentos a los que piensan que la Justicia es un cachondeo. Con el tiempo, terminaremos viendo cómo un Bigotes de turno le regala una Moncloita hinchable a un futuro presidente, a Rajoy, un suponer, Dios no lo quiera. 
De acuerdo, de momento, y mientras el Súper/Supremo no diga otra cosa, Camps ha ganado la batalla judicial. ¿Pero y qué pasa con la credibilidad, con la integridad, con la honestidad? Un honorable president debe elegir muy bien a sus amistades. A un honorable president no le puede telefonear, no le debe telefonear, un Al Capone pijo de la Castellana que busca tentarle antes del pavo hogareño e inocente de Nochebuena. 
A Camps le ha perdido su dandismo atildado. A Kennedy le pudo su ardor por la mafia rubia. Me dejé mi reputación en alguna parte, pero no la echo en falta, decía Mae West. Para la banda Gürtel, Camps era la Mae West de la vida pública a la que había que ligarse, la vedette coqueta y facilona a la que enviaban flores al camerino gubernamental, la dama high society que flirteaba con el lumpen del Wall Street madrileño a cambio de unos pañazos de cachemir o de unos gayumbos Calvin, la elegancia de un hombre empieza siempre por el interior. 
Cuando Proust quería hundir a algún enemigo, decía de él: «Ya sólo sale con grandes de España». Camps ya sólo sale con una biuti fraudulenta, trincona, horteraza, casposa y lacostiana. No hay juez que pueda lavar tanta mancha en tanto traje. El rastro quedará para siempre. Como la mamada de la Lewinsky.

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