(Publicado en Levante-Emv de Castelló el 28 de febrero de 2011)
Treinta años después del golpe fallido, todos nos felicitamos mucho de haber conseguido superar aquella hora oscura, amarga y trágica de nuestra Historia. Eso ya es agua pasada hombre, nos decimos cada 23/F, quizá para terminar de convencernos a nosotros mismos de que nunca más volverá a ocurrir. Sin embargo, uno cree que el golpe no se ha superado del todo, porque éste es un país que vive de golpe en golpe, en un golpe constante. La Historia hay que recordarla para no repetirla, pero en España (Spain is different, ya se sabe) le damos la vuelta a la célebre cita y pensamos que la Historia hay que repetirla de vez en cuando para seguir recordándola. El 23/F fue el bombero torero con un puñado de guardias civiles vestidos de época, un pronunciamiento analfabeto por Dios, por la patria y por Frascuelo que en pleno siglo XXI nos parece irrepetible. Craso error. Hoy, muchos políticos que parecen llevar en la sangre esa cosa brava de la sargentada practican otro golpismo menos cuartelero, más sutil y encubierto. Cuando Aznar manipula los datos del 11/M para engañar al pueblo antes de unas elecciones eso es también una forma de golpismo. Cuando Rajoy muestra su adhesión incondicional a un presidente autonómico que no se paga los trajes y que anda mezclado con rufianes de baja estofa, eso es que practica un golpismo de baja intensidad. Cuando el jefe de la oposición dice que un defraudador de Hacienda es un ciudadano ejemplar es que camina hacia un golpismo ciego y latente. Cuando Loli De Cospedal pone a caer de un burro al fiscal, a la policía, a los jueces, a las instituciones democráticas que investigan la corrupción, ocurre sin duda que estamos ante un pseudogolpismo aguado pero no menos venenoso. Y cuando un Gobierno clausura una televisión, sea del color que sea, no podemos hablar de otra cosa que de censura con reflejos tardofranquistas. La música es diferente, pero la letra es la misma de antes. Es cierto que ya no suenan marchas militares a media madrugada, ni hay tenientes coroneles zumbadillos que empuñan su Colt rabioso como Charlton Heston, ni acartonados generalotes farfullando bandos incongruentes por la radio. Pero la partitura que manejan algunos, ya digo, es la misma. El autoritarismo, la aniquilación del adversario rojo y masón, el desprecio por las instituciones, las barrabasadas de Intereconomía, las mentiras, los montajes mediáticos, las malas teorías conspiranoicas, erosionan la democracia.
El 23/F ganamos la libertad pero perdimos la oportunidad de una derecha civilizada y centrada. A Suárez, nuestro Ulises mítico, lo acabaron echando pese a que nos devolvió la democracia, el comunismo y el divorcio. Allí estaba él, frente a la pipa del chusquero bigotón, sin miedo, mientras los demás chupaban alfombra.
Tejero quiso cambiar el curso de la Historia dando un golpe en autobús, y así le salió. Los golpes de Estado siempre los dan hombres mediocres. Los historiadores deberían preguntarse quién fue el lumbreras que vio en él al nuevo Franco resucitado y acharolado de verde picoleto. Aquella sanjurjada fue una romería castiza, un vodevil berlanguesco que sólo sirvió para que algunos guardias rapiñaran las propinas de los camareros del Congreso. No se puede dar un golpe de Estado en condiciones cuando la tropa que te acompaña se viste con calcetines de colores. José Bono cuenta que uno de los golpistas, mientras le encañonaba, telefoneó a su mujer para decirle que estaba bien y que iría a cenar por la noche «en cuanto salieran de la Moncloa». No sabía ni dónde estaba, el chaval.
Los tiempos de los golpes al estilo Pepe Gotera y Otilio, de las asonadas decimonónicas, puede ser que hayan pasado, pero en la vida pública española algunos siguen practicando el golpismo solapado, el infarto institucional día sí día también y la crispación como catecismo ideológico. Les gusta colocar al país en una llaga.
Cualquier noche el Rey se nos aparece otra vez por la tele, expresión grave y alicatado de chapas, y pone firme a más de uno.
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