sábado, 26 de enero de 2013

LOS ACADÉMICOS


(Publicado en Levante-Emv de Castelló el 15 de noviembre de 2010)

Han dicho sus señorías de la RAE que la «i» griega ya no se llama «i» griega, sino «ye», y de paso se cargan la ch y la ll. Con un par. Uno intenta encontrar un motivo lógico y justificado ante tal despropósito y no lo encuentra. 
Hubo un tiempo en que alguien pensó en retirar la eñe del diccionario porque estorbaba en los teclados de Bill Gates. No sé, les dio por ahí. Hubiera sido otro descalabro mayúsculo, porque no es lo mismo ano que año, mano que maño o cono que coño. Imagínese el lector lo difícil que hubiera sido entendernos sin la eñe: «Me voy al Cono Sur». Un lío, ya digo. 
Para mí que esto de la informática terminará algún día con el idioma. Acabaremos comunicándonos por señales, como marcianitos estúpidos. 
Lo que ocurre en la Academia es que se ha convertido en una pequeña gran hoguera de vanidades, en una asamblea de egos inflados, en un Sanedrín lleno de popes desocupados. Son un grupo de pitonisos octogenarios a los que nadie ve, un oráculo de vejetes que se reúnen en la sombra, muy lejos de la realidad, de la calle, del pueblo. Precisamente el otro día estuve yo de visita en la RAE (junto al Casón del Buen Retiro) y no me dejaron pasar esos carcas. «Es sólo para socios», me advirtió la vigilante de la puerta. O sea, un club cerrado a cal y cante. Sí, a cal y cante, porque estos tarretes del Imserso gramático dan el cante cada vez que se reúnen para limpiar, fijar y dar esplendor. Si quieren sacar brillo que se queden en sus casas dándole al Mr. Proper o encerando el suelo. ¿Es que no les gusta la cultura griega? Al fin y al cabo somos griegos iberizados y la «y» es como un tirachinas con el que Grecia lanzó al mundo sus ideas. 
Lo que pasa en la Academia es que ni son todos los que están ni están todos los que son. De vez en cuando, para justificar el sueldo, sus señorías se echan un crucigrama y cambian una letra aquí y ponen otra allá. Son como elefantes que van a morir a su cementerio de las Letras, «incurables de la Academia», decía Solana, ejecutivos calvetes con manguitos y antiparras que viven de ponerle el matasellos burócrata a la lengua de Cervantes, que está viva en la calle y no necesita que nadie la legisle a su capricho. Cuando una lengua se construye en los despachos es que está empezando a morirse. 
Se han convertido en funcionarios del diccionario, semióticos pedantes que se pasan la vida estudiando el coñazo estructural de Saussure. Se han alejado de las tascas, del taxi, de las plazas, de la verdulería. No hay mayor Academia de la Lengua que un buen mercado.
Se supone que son los gurús de la intelectualidad, si es que alguna vez tuvimos intelectualidad en este país. Pero nunca se les oye decir nada interesante y se han quedado para sus encíclicas disparatadas. 
Han convertido esa santa casa en un hotel decrépito para marquesonas de mucho aparentar, en un club de ricos excéntricos, algunos de ellos forrados a golpe de best seller sobre nazis y templarios. Se juntan para chamullar y cotillear una vez a la semana, como si la Academia fuera un plató del Sálvame Deluxe, y le dan la estocada a la pobre «i» griega, con lo mona que es y no se mete con nadie.
La RAE necesita sabios de verdad, humanistas, filósofos currantes que se trabajen la calle (cuanto más callejeros y frotaesquinas mejor), aventureros de la palabra, buscadores de nuevos vocablos y nuevos escritores (que los hay y buenos). Han quedado como aristócratas enjoyados y excéntricos. Se reúnen los sábados tarde en el Ateneo (hay un plus fin de semana) para echarse un cafelito al calor de la manta de cuadros y el brasero. Me entra un hondo escalofrío cada vez que se juntan para deliberar sus malas sentencias. ¿Qué será lo siguiente? ¿Matar la eñe, escribir burro con uve, quitarle el puntito a la i? Que se lo hagan mirar, coño. Con eñe. 

Imagen: Mingote

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