domingo, 20 de enero de 2013

LA GUERRA


(Publicado en Levante-Emv de Castelló el 29 de marzo de 2011)

Hay que ver lo rápido y lo bien que han organizado los de la OTAN la guerra de Libia. No ha faltado de ná. Los misiles, los F-18, los submarinos cartageneros, las banderas, los discursos, las coca colas para el picnic, las pastillas para el mareo, la fiambrera, el saco de dormir, el jamón de Guijuelo, el retrato de la novia. Todo en tiempo récord, todo muy bien dispuesto, o sea.
Sin embargo, aunque Obama, Sarkozy y Zapatero lo han llevado todo a punta de látigo, se les ha olvidado lo más importante y principal: ¿Qué hacemos con el tirano? ¿Qué hacemos con Gadafi?
Esta vez, al menos, la guerra se debatió en el Congreso, no en un rancho de Texas. Rajoy estuvo extrañamente sensato, Llamazares volvió a hacer política de parvulario y Zapatero se dejó los ideales en la mesita de noche y se puso estadista, guerrero, aunque recordó que el objetivo no es el dictador. Y uno se pregunta: ¿Entonces para qué vamos? Pues parece que para darnos una vuelta en avión por el desierto, para dejar caer unas bombas inocentes sobre los pobres beduinos y luego a casa a ver el partido (si es que lo dan en abierto, que el fútbol, ésa es otra, ya es cosa de ricos).
Una mascarada militar inconclusa no llevará la democracia a los países árabes, sólo servirá para provocar aún más al cafre de Gadafi. Europeos y yanquis dicen defender la libertad, pero a la hora de la verdad nos volveremos para casa, como siempre, y el pato lo pagarán los sufridos tercermundistas, que se quedarán allí solos con el pirado del turbante, ese hombre que está más pallá que pacá. Cuando terminemos esta nueva misión heroica con nombre de best seller barato, cuando dejemos a un pueblo abandonado a su suerte, todo volverá a ser como siempre, solo que peor, porque esta vez Gadafi estará más cabreado al no haber pegado ojo en toda la noche por culpa de los malditos tomahawk, que es que no le dejan dormir a uno los dichosos misiles. Yo, que ni siquiera hice la mili por objeta, sé que a la guerra se va con una misión clara, última, definida. A la guerra hay que ir con todo atado, que luego los cañones te salen sin agujeros y hay que lanzar las bombas con un tío corriendo (Gila).
América no hizo la Mundial II para que Hitler se fuera de rositas. Dejar vivo al genocida puede resultar peligroso, los tiranos nunca perdonan. Hacer una guerra humanitaria no solo es hipócrita y absurdo, sino inútil. La guerra es el lenguaje innato del hombre, el estado natural de este mono desquiciado que construye centrales atómicas para seguir usando la faja reductora computerizada (ya lo denunciamos aquí el otro día). Antaño, a la guerra se iba a matar y a morir por la patria. Hoy la patria es el dinero y como no interesa palmarla por unos libios desarrapados mandamos unos cazas preciosos de exhibición con los que aplacar el remordimiento. El mundo libre es como ese burgués que deja unas pelillas en el cepillo de la iglesia para que luego no se diga.
Occidente, el hedonista y etnocéntrico Occidente, juega a la guerra sin sangre y sin muertos. Se trata de montarle una invasión pacífica a Gadafi para quedar bien en la ONU, pero sin molestar mucho al déspota, no vaya a ser que le dé por quemar los pozos de petróleo.
Esta alianza militar que se ha forjado en cuatro días es la última gran farsa mundial, la gran ficción de que Occidente está muy unido frente al sátrapa, cuando en realidad al sátrapa lo hemos armado nosotros y le hemos mandado botellitas de Rioja por Navidad. Hasta le dimos licencia para montar la jaima con harén machista en las calles de Sevilla.
La joven USA y la vieja UE han mirado para otro lado mientras el genocida avanzaba implacable hacia Bengasi. Cuando la matanza ya se ha consumado nos ponemos exquisitos y mandamos unos cuantos aviones cobardes para hacer piruetas aeronáuticas y políticas. O sea, el paripé. Una intervención era necesaria, pero una intervención con Gadafi en el punto de mira, porque ahora el mundo se pregunta extrañado: ¿Y qué demonios hacemos con el tirano?

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