lunes, 21 de enero de 2013

LA VELOCIDAD

(Publicado en Levante-Emv de Castelló el 14 de marzo de 2011)



Ayer cogí el coche y me di una vuelta por la autopista para ir practicando con la nueva velocidad. Acostumbrados como estamos a ir deprisa por la vida, al avión y al AVE, es cierto que circular a una velocidad de 110 sabe a poco, sabe a carromato en blanco y negro de posguerra, con el abuelo en el remolque dándole a la bota de vino.
Pero uno cree que la idea (Aznar me perdone) tiene sus cosas buenas. Me explico. En este país nos sobra velocidad y nos falta cabeza. A toda velocidad se hizo España (un polvete rápido entre Isabel y Fernando y a otra cosa). A toda velocidad se esquilmó América, se hizo la guerra civil y la Transición, que fue un café rápido para todos antes de que llegaran los golpistas. En los años del pelotazo dorado nos hemos creído ricos y modernos porque teníamos más autopistas que nadie. Pero lo que se gana en modernidad se pierde en humanidad. Si vas a una velocidad excesiva no ves el paisaje y un país se conoce frecuentando las carreteras nacionales y sus ventas, que por la autopista te pasas los pueblos de dos en dos.
Aquí siempre hemos ido a una velocidad inadecuada, excesiva, peligrosa, ya digo. Se trataba de correr mucho para adelantar a Marruecos, de ir a toda leche para colarnos en el G-20. La señal de 120 estaba para saltársela, todos lo sabemos. Construir más, correr más, butronear más, ése era el tema. Mucha velocidad descontrolada, hasta que la máquina gripó y nos la pegamos con el crack. En la vida, como en la literatura y en el amor, es mejor andar despacio que a toda velocidad. Bellow decía que hay que escribir profundo porque una novela necesita su tiempo. El secreto es recrearse en la escritura, en el texto, que es lo que ha hecho Rafael Chirbes con su novelón Crematorio. El gran escritor valenciano destripa esa obsesión del levantino por la rapiña, ese ansia por hacerse rico lo antes posible. Conviene ir un poco más lento pero más seguro, que los picoletos son como Dios, invisibles y dispuestos al castigo. En España se puede engañar a la Justicia pero nunca a un civilón.
A Fernando Alonso no le ha gustado la medida del Gobierno, él quiere ir a pijo sacado (como dicen los murcianicos). Pero ni así gana el Mundial el muchacho.
Un país tiene que hacer las cosas bien hechas, reflexionadas, sin prisas. Creíamos que estábamos en la Europa de la quinta velocidad cuando en realidad no habíamos salido del 600. Aquí hemos construido una autopista en cada pueblo, un aeropuerto en cada barrio. Lo que realmente interesaba era trincar el parné, llevárselo a toda velocidad, crudo y rápido. Correr mucho para llegar a ninguna parte.
Las señales de 110 son la metáfora palpable de un presidente reformista como Zapatero que ha querido proyectar un país con menos velocidad pero más civilizado, más sostenible (aunque luego se haya hecho un lío con el paro). Una España más prudente choca con los chicos de la derechona, que son como aquellos chalados en sus locos cacharros. Ayer, sin ir más lejos, Arístegui decía que el límite de velocidad había que fijarlo en 160. Yo no sé su coche, querido lector, pero el mío revienta a esa velocidad. Lo cual que el PP quiere devolvernos a la España de ciencia ficción, al espejismo de que todos tenemos grandes cochazos y somos muy modernos, avanzados y ricos. Para rico el alemán opulento que juega a los barquitos con nuestra economía mientras se parte el pecho de la risa en un sofá carísimo de Berlín. Cuando Rajoy llegue a la Moncloa lo mismo volvemos otra vez a la España a 120. A la velocidad kamikaze y al pelotazo veloz. Al crematorio, o sea.




Imagen: Chinto y Pinto

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