lunes, 21 de enero de 2013

LA PESTE ATÓMICA

(Publicado en Levante-Emv de Castelló el 21 de marzo de 2011)


Una niña llora en medio de un mar de escombros; una familia se arrima a una hoguera medieval para calentarse; cincuenta héroes caminan hacia una muerte fría bajo la nieve. Es la peste atómica, la muerte amarilla que se extiende por Fukushima.
Ahora quieren convencernos de que lo de Japón ha sido un desastre que no podía preverse. Pero uno cree que la naturaleza agita sus desastres y el hombre agita los suyos, que son aún peores. El tsunami es un vómito negro que la Tierra escupe de forma orgánica. Los seis reactores nucleares ardiendo como fallas valencianas son parte de la locura del hombre, de su nueva religión, del capitalismo a calzón quitado.
Japón, como Europa, ya no sabe vivir sin dos coches (uno para el verano y otro para el invierno) sin la computadora, sin el microondas, sin la minipimer, sin el secador de pelo, sin el cortador de uñas térmico, sin la manta eléctrica para el reuma, sin el sofá ultrarrelajante, sin el rascador automático de espalda, sin el alargador de pene a 220, etcétera. La energía se agota y ya somos como aquel Charlot de Tiempos Modernos atrapado por la máquina. El ser humano es una especie que ha enfermado de capitalismo.
Fritz Lang nos avisó de los peligros de la tecnocracia (Metrópolis). Kurosawa, como gran visionario, hizo un corto magistral de diez minutos sobre una explosión nuclear (El Fujiyama en rojo). Kubrick nos alertó en Teléfono Rojo de que el fin de la Tierra puede estar más cerca de lo que nos creemos (basta con que un general del Pentágono obsesionado con la pureza de sus fluidos apriete el botón de la máquina del juicio final). Muchos fueron los que predijeron el holocausto. Pero al sabio todos le aplauden y nadie le escucha.
Éramos conscientes de que la energía atómica nos freiría más tarde o más temprano. Sabíamos que los juegos malabares con el uranio iban a dejar el planeta más seco que las arcas públicas del Gobierno de Camps. Y sin embargo, durante años, no hemos hecho nada para remediarlo, no hemos dejado de construir centrales nucleares como bombas programadas, temporizadas, dormidas. Miedo me dan las tuercas caducadas del reactor de Garoña. Una central a la española es una garantía de próxima chapuza atómica.
Ningún país quiere renunciar a un poco de consumismo, nadie está dispuesto a ceder un decimal de su PIB. El precio por el american way of life es reducir el planeta a un montón de humo y mierda. En Occidente la gente nace, vive, se reproduce y muere según la planificación ultracapitalista, que es el nuevo fascismo imperante. El primer mundo camina hacia la aniquilación de una forma alegre y jovial, entre partidos de Champions, carnavales y ofertones de dos por uno en el supermercado. Los otros mundos, los mundos olvidados y hambrientos como Libia, pelean a vida o muerte contra maniacos tipo Gadafi. Ellos mueren como valientes y los europeos callamos como cobardes.
Chernóbil, el Prestige, Haití, el chapapote que llegó hasta el despacho de Obama, y ahora la muerte invisible, la peste amarilla. ¿Por qué hemos vendido nuestro alma al dinero? Japón, ejemplo de paraíso de neón, mundo Blade Runner, reino electrónico de robots, rascacielos y trenes ultrasónicos, despierta a la pesadilla del apocalipsis. Eran felices viviendo como hormigas laboriosas, dormían en la fábrica, renunciaban a las vacaciones, hacían del yen y la excursión al tablao sevillano su ideal de vida. Un mundo orwelliano de esclavos felices. Ahora el uranio ha abrasado el sueño nipón.
Escribo estas líneas sin saber si han logrado enfriar los reactores. Miles de almas se ponen la mascarilla y contienen la respiración. La ira de Enola Gay vuelve con los fantasmas de Hiroshima y Nagasaki.
El mundo está en manos de un puñado de héroes, en manos de los últimos cincuenta de Fukushima.
Ojalá lo consigan.



Imagen: El Roto (El País)

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