(Publicado en Diario16 el 7 de mayo de 2020)
El Gobierno ha salvado una pelota de partido al aprobar in extremis su cuarta prórroga del estado de alarma. Y mientras Pedro Sánchez se lo juega a todo o nada en una agónica partida de póker contra el reloj, contra el coronavirus y contra la extrema derecha, Inés Arrimadas se afana por tratar de borrar aquella infame fotografía de Colón de febrero de 2019 con la que se inmortalizó lo que se dio en llamar “el trifachito” español. Con aquella manifestación de exaltación patriótica en el corazón de Madrid, PP y Vox sellaron una fraterna hermandad que escandalizó a los partidos conservadores de toda Europa mientras Ciudadanos se sumaba a la fiesta facha más por ambición, interés, beneficio y cálculo de su entonces líder, Albert Rivera, que por ideas políticas de un partido que supuestamente había nacido con vocación moderada, centrista y de pacto.
Hoy ya se están viendo las consecuencias de aquella nefasta imagen que amarillea en el álbum de la historia. La “maldición de Colón” persiguió a los naranjas desde entonces, los descalabros electorales se fueron sucediendo uno tras otro con una precisión matemática y el propio Rivera tuvo que presentar la dimisión para dedicarse a otra cosa, creemos que a la abogacía, o al menos eso dicen.
En ese contexto, Inés Arrimadas se hizo cargo del solar y trató de administrar el ruinoso legado que le había dejado el jefe, o sea un puñado de escaños miserables que condenó a Cs al ostracismo y a una mala fama infecciosa. Pablo Casado se había echado en brazos del extremismo franquista y por un momento alguien quiso ver en Arrimadas una especie de Juana de Arco del centro derecha español que había llegado para recuperar el terreno perdido, para reconstruir la casa del neoliberalismo moderado, para cambiarlo todo. Fue un espejismo. El discurso de la líder catalana por momentos daba más miedo que el del propio Abascal y sus encendidas diatribas contra el “sanchismo” rojo, podemita y chavista llevaron a pensar que Cs era ya una sucursal de Vox. La autodestructiva evolución de la formación naranja seguía la hoja de ruta marcada desde el principio por Rivera, las deserciones en masa se consumaron y la grave decadencia estuvo a punto de arrastrar al partido a la implosión. Durante mucho tiempo sus dirigentes siguieron inmolándose al firmar acuerdos autonómicos con el PP (y con la ultraderecha que siempre iba en el mismo pack), pese a que los partidos europeos centristas y hasta el Financial Times alertaban del disparate que suponía maquillar al populismo xenófobo del siglo XXI. El rotativo británico aconsejó a Ciudadanos que se replanteara el veto a Sánchez y que cerrara acuerdos con el PSOE para lograr una “mayoría estable” de gobierno. Nada de eso se hizo. Ciudadanos siguió falangizándose hasta tal punto que ha llegado a votar, junto a Vox, aberraciones tales como el pin parental en las escuelas, los recortes en la lucha contra el machismo y la execrable persecución contra los menores inmigrantes que llegan solos a España, a los que la gente de Abascal ha estigmatizado colgándoles el racista cartel de “menas”.
De momento, Ciudadanos ya ha sufrido algunas bajas importantes de dirigentes que no están de acuerdo con el supuesto giro al centro de Arrimadas. El primero en decir que se va ha sido el portavoz en la Diputación de Málaga y concejal en el Ayuntamiento de la capital, Juan Cassá, uno de los cargos públicos con una trayectoria más larga en la formación naranja. Después, han solicitado su baja Miguel Garaulet, ex diputado en el Congreso por Murcia; Manuel Maseda y Miguel Carballal, compromisarios gallegos que habían sido elegidos para el congreso del partido; la ex portavoz en el Ayuntamiento de Barcelona Carina Mejías; y sobre todo el ex portavoz parlamentario Juan Carlos Girauta, uno de los pesos pesados de la formación.
Parece claro, por tanto, que en el partido hay pugnas internas, tensiones, ruido de navajas, lo que lleva a pensar en un intento serio de Arrimadas por refundar el proyecto y recuperar las raíces. El problema es que la historia no se puede borrar. La historia es una pesadilla de la que no se puede despertar, como sugirió James Joyce. La historia queda plasmada para siempre en el ámbar de una foto maldita que sigue apestando después de tanto tiempo y que no se desinfecta ni con esos geles milagrosos que ahora nos quieren vender contra el monstruo invisible de Wuhan.
Viñeta: Pedro Parrilla El Koko
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