(Publicado en Diario16 el 23 de abril de 2020)
Y en medio de la peste que llena los hospitales de muertos, Rodrigo Rato rompe el confinamiento carcelario en Soto del Real y sale a la calle con el tercer grado. Es España un país benévolo con aquellos que le arrebatan su escasa riqueza. La junta de tratamiento del centro penitenciario madrileño ha propuesto conceder la situación de “semilibertad” al en otro tiempo todopoderoso ex vicepresidente del Gobierno, gerente del Fondo Monetario Internacional, ex presidente de Bankia y otros diplomas de los que sacó fama, fortuna y tajada.
Rato, de 70 años, ingresó en la prisión madrileña a finales de octubre de 2018 para cumplir cuatro años y medio por el caso de las “tarjetas black” y hasta la fecha era el único de los quince compinches condenados que continuaba en el régimen penitenciario ordinario. Antes de entrar en la cárcel, mochila en mano y cabizbajo, el monstruo de las finanzas pidió indulgencia a los españoles. “Acepto mis obligaciones con la sociedad y asumo los errores que haya cometido. Pido perdón a la sociedad y a aquellas personas que se hayan podido sentir decepcionadas”, dijo flemáticamente ante los periodistas a las puertas de Soto del Real.
Ahora ese perdón parece haberle llegado por fin, no de la mano de los ciudadanos que fueron saqueados y que no olvidan todo el desfalco, todo el agujero a las arcas públicas y todo el dinero esquilmado, sino de la Justicia española, que además de ciega tiene muy mala memoria. La señora de la espada, la balanza y la venda en los ojos es una diosa que se hace la estrecha y la dura con el delincuente robagallinas pero que se pone en plan facilona con los galanes del dinero y sus grandes despachos de abogados.
Rato es un personaje de aquel pasado prehistórico, un superviviente del sucio mundo capitalista que se ha derrumbado estrepitosamente como un castillo de naipes, un viejo conocido de la Justicia española que hoy nos parece tan antediluviano como Matusalén. Decía Hegel que la historia universal es el progreso de la conciencia de la libertad y eso es precisamente lo que nos está enseñando este maldito virus carcelero que nos tiene secuestrados: que debemos amar nuestra libertad más que ninguna otra cosa en la vida, que debemos progresar para no destruirnos como especie, que debemos dejar atrás los rancios vicios y costumbres del pasado (también el trincamiento a manos llenas que practicaron políticos como Rato). Y sobre todo que debemos empezar a pensar en lo humano, en lo realmente importante, en valores como la salud, la solidaridad, el cuidado del planeta y el Estado de Bienestar.
Cuando Rato, gran gurú del neoliberalismo más contagioso, entró en la trena, ya llevaba recorrido un buen trecho en su proceso de desenganche al caballo del dinero y de limpieza espiritual gracias al ascetismo, al arrepentimiento y a los cursos acelerados de filosofía budista en los que habrá seguido profundizando en la penumbra de su celda. Hoy el que fuera dueño y señor de un mundo enfermo y agotado que ya entonces incubaba virus asesinos para el futuro como el SARS, el MERS y el covid-19, continúa a la espera de conocer la sentencia por la salida a Bolsa de Bankia, lo cual a la gente le importa exactamente lo mismo que un rábano verde.
Los españoles no tienen tiempo ya para mirar con rencor a la nobleza corrupta de antaño, a los ancianos fracasados en lo político y en lo humano y a otros Gatopardos de un Antiguo Régimen lejano y decadente. Una revolución cósmica está marcha y no tenemos ni un solo minuto que perder con los dinosaurios extintos de la corrupción. Ahora lo que toca es doblegar la curva epidemiológica, sacar a nuestros chavales a pasear para que no pierdan la chaveta con el confinamiento, recuperar la economía y encontrar la ansiada vacuna. El científico que lo consiga pasará a la historia con el Nobel debajo del brazo y habrá que ponerle un monumento en cada país, en cada ciudad, en cada calle. Mientras tanto, la imagen apergaminada y amarillenta de Rato irá quedando atrás en la historia, borrosa, difusa, olvidada como un mal sueño que nadie querrá recordar. Y su efigie herrumbrosa quedará enterrada bajo la arena del tiempo.
Viñeta: Pedro Parrilla
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