(Publicado en Diario16 el 19 de mayo de 2020)
En su intento de rebelión contra el estado de alarma de Pedro Sánchez, las derechas españolas se están apoderando de las ideas y símbolos tradicionales de la izquierda. Un ejemplo perfecto lo tenemos en las caceroladas de ricos que se montan cada tarde en el madrileño barrio de Salamanca al grito de “libertad, libertad”, “no pasarán” o “Madrid, foco de resistencia”, eslóganes que siempre fueron empleados por la izquierda no solo durante el asedio de las tropas nacionales sobre la capital de España durante la Guerra Civil, sino también durante la Transición, cuando los partidos socialistas y comunistas veían cerca la muerte de Franco. Sorprende que en ese intento de abducción del alma del rival político los “borjamaris” y “cayetanos” estén entonando, cacerola en mano y sin ningún pudor, el Bella Ciao, la popular canción que se convirtió en todo un himno de los partisanos italianos en su lucha contra las fuerzas nazis de ocupación durante la Segunda Guerra Mundial.
Ciertamente, el fenómeno resulta fascinante, sorprendente, y cualquier día vemos a los manifestantes millonarios de Núñez de Balboa ataviados con gorras del Che Guevara, el pin anarco en la solapa y gritando aquello tan rojo de “a las barricadas, a las barricadas”, el eslogan que se hizo célebre durante nuestra fratricida contienda civil. Diríase que esta “derecha libertaria” busca ansiosamente la fórmula mágica que le permita romper un techo electoral que parece infranqueable, ya que la mayoría de los españoles siguen teniendo muy presente lo que significó la experiencia traumática de la dictadura y hasta el momento no compran el producto de forma masiva (los 52 escaños de Vox dan para armar alboroto en el Congreso pero no para hacer historia de España).
Otro buen ejemplo de esta especie de fagocitación, usurpación o posesión de los valores tradicionales de la izquierda a manos del nuevo falangismo postecnológico pudo verse en la última sesión del Congreso de los Diputados celebrada la pasada semana, cuando Santiago Abascal, líder de la formación ultra, subió a la tribuna de oradores y se proclamó firme defensor de los derechos de los homosexuales, un colectivo que no solo fue perseguido sino exterminado por los fascismos del siglo XX, también por el régimen del general Franco, a quien Vox trata de maquillar y rehabilitar como un hombre bondadoso y compasivo que en cuarenta años de pesadilla no fue capaz de hacer daño ni a una mosca. “Nos podrá etiquetar e insultar como quiera, pero a nosotros nos importan los españoles independientemente de su color, edad, sexo y orientación sexual”, exclamó Abascal, a quien por un momento toda España vio subido a una carroza del Orgullo Gay, ya totalmente transformado en un activista por los derechos LGTBI, y más aún, en uno de esos fornidos muchachotes disfrazados con redecillas, cueros, látex y carmín en los labios.
Vox no está sujeto a una estricta ideología, es simplemente Vox: un partido fast food que vive del tuit faltón, del bulo, de la provocación y de tratar de desmontar el establishment político e intelectual, ese ente odiado tanto por la nobleza como por las masas desarrapadas y sin futuro. Hemos cometido el gran error de confundir a Vox simplemente con un partido fascista al uso y no solo es eso. Es franquista sí, pero también es antisistema, polivalente, transversal, ácrata y contracultural. Como ente mutante perfectamente adaptado a los actuales tiempos de la posverdad, Vox puede ser lo que quiera ser (o al menos aparentarlo): reaccionario, de derecha clásica, de ultraderecha, populista, de centro, defensor del obrero humillado, representante de las clases medias, elitista y aristócrata, pro sindicato vertical, totalitario, liberal, defensor de los derechos y libertades civiles, constitucional, monárquico, garante de los Principios Generales del Movimiento Nacional, homófobo y activista gay, xenófobo y acogedor de los inmigrantes con contrato legal, europeísta y euroescéptico, todo ello según se levante Abascal esa mañana. Porque Vox es Vox, sin programa ni línea editorial. Un producto mucho más complejo y peligroso de lo que nos creemos. Por eso sus manifestantes pijos de Núñez de Balboa invocan la libertad (como el más ferviente demócrata y republicano), incluso apropiándose de los valores de la izquierda tradicional. Por eso un día defienden la dictadura militar, el tejerazo y el genocidio nazi y al siguiente van de puristas de la democracia parlamentaria, de humanistas y de ángeles custodios de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, como si esa carta magna hubiese sido obra del mismísimo Hitler.
Conviene no infravalorar al engendro. Conviene no menospreciar el poder de este tiburón atrapalotodo que a fuerza de negacionismos, mentiras y cuatro frases manidas que han calado en las mentes (tanto en las simples como en las más preparadas) ha sido capaz de acabar con la realidad, con la memoria histórica y con la democracia tal como la conocíamos hasta ahora para imponer un universo paralelo. No en vano, la extrema derecha siempre renunció a la verdad para construir su propia verdad. Un mundo mítico de héroes y banderas que se lo traga tanto el pijo convencido de tener una misión que cumplir (la defensa de la libertad frente a un comunismo inexistente) como el obrero precario o el parado que sueña con ser rico algún día.
Viñeta: Igepzio
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