(Publicado en Diario16 el 6 de abril de 2020)
El coronavirus está causando estragos en los barrios más pobres de Nueva York, la que se supone es la gran
capital del Occidente opulento y
avanzado. En Las Vegas, los enfermos
son aparcados en parkings públicos mientras miles de habitaciones de hotel
permanecen vacías. Nueva Orleans, una
de los ciudades más paupérrimas de Estados
Unidos y foco de anteriores desastres como huracanes y temporales, se
prepara para un auténtico infierno: el que van a sufrir millones de americanos
que no disponen de seguro médico ni de recursos para protegerse ante la plaga.
Solo en el estado de Luisiana se han
registrado 2.300 contagios en un día. Donald
Trump empieza a ver que la epidemia no es ninguna broma, probablemente se
arrepiente de haber derogado el Obamacare y ve peligrar su
reelección.
En Sudamérica, al otro lado del mundo, la situación no diferirá demasiado. En Iquitos, plena Amazonía peruana, 60.000 personas viven sin agua potable en sus casas. Hoy los contagios no superan la treintena; dentro de un mes toda la población podría estar infectada. En Guayaquil, la segunda ciudad más importante de Ecuador, muchos caen muertos por la calle, asfixiados, sin que nadie se ocupe de ellos. Algunos cadáveres son quemados en plena vía pública, sin compasión, mientras sus familiares se preguntan dónde están sus seres queridos. El caos en las morgues es de tal calibre que ya se construyen ataúdes con cajas de cartón. El coronavirus ha entrado con fuerza en Centroamérica, aunque sus efectos devastadores se dejarán sentir en las próximas semanas. Honduras ya ha confirmado los primeros casos. Guatemala también. Allá donde penetra un solo virus, el tsunami infeccioso está más que asegurado. El presidente de El Salvador ha solicitado al Parlamento que declare el estado de excepción, una medida que permitirá restringir el derecho a la libertad de tránsito, expresión y asociación y llevar a cabo “capturas selectivas” de aquellos que incumplan las normas. En poco tiempo los derechos humanos podrían convertirse en una reminiscencia del pasado. Se impondrá la restricción de libertades, el orden, el toque de queda. En aquellos países con menos garantías democráticas el horror del genocidio será silencioso, tolerado, inevitable. En zonas de México controladas por el narco cabe imaginarse lo que puede llegar a suceder. Muchos morirán por la delincuencia común, el crimen organizado y la represión policial y política en las calles, en las comisarías y cuarteles, en las cárceles. Las mujeres, niños y ancianos pagarán con mayor crudeza el estado de excepción. Cientos de miles de personas que hoy se hacinan en las favelas brasileñas no tendrán ni una sola oportunidad. Están condenadas a la muerte de antemano, sin tener ni siquiera una oportunidad. Ante la imposibilidad de atenderlos a todos, morirán entre las rejas y las tanquetas del confinamiento. Por supuesto, las cifras de contagiados, muertos y encerrados a la fuerza serán convenientemente maquilladas. Jair Bolsonaro es experto en eso.
En lugares donde no hay hospitales ni funerarias y donde es imposible garantizar unas mínimas condiciones de salubridad poco podrá hacer la Policía para contener la avalancha de enfermos y hambrientos desesperados. Los Ejércitos tendrán que emplearse a fondo y nunca sabremos cuántos murieron por la enfermedad y cuántos por las balas de los militares. El Gobierno alemán ya ha advertido de un posible estallido de violencia sin precedentes y de nuevas olas de refugiados sobre Europa cuando la pandemia de coronavirus se extienda por toda África. ¿Cómo vamos a parar a millones de personas desesperadas que buscarán escapar de la muerte y de las ratoneras en las que malviven con menos de un dólar al día? Ante ese negro panorama mundial, solo cabe decir que el covid-19 ha llegado para quedarse. Tardaremos muchos años en erradicarlo porque, aunque descubramos una vacuna, es seguro que esta no llegará a todos los habitantes del planeta. Las bolsas de pobreza son tan gigantescas que será imposible controlar la enfermedad. Algunos cálculos optimistas hablan de más de 50 millones de muertos, la misma cantidad de personas que perdieron la vida durante la Segunda Guerra Mundial. Los países que como España disponen de buenas infraestructuras sanitarias sufrirán el golpe devastador aunque probablemente superarán la pandemia. Sin embargo, ¿qué ocurrirá después? ¿Qué pasará cuando estallen guerras por doquier, conflictos armados, terrorismo internacional? ¿Cómo detendremos a más de mil trescientos millones de desahuciados que llamarán a nuestras puertas pidiendo un médico, pan y un poco de clemencia?
Viñeta: Iñaki y Frenchy
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