(Publicado en Diario16 el 30 de marzo de 2020)
El maldito coronavirus no respeta nada ni a nadie. Lo mismo siega la vida del malvado, del bellaco y del corrupto que la del decente, el honrado, el héroe. Y eso no es justo. Para nada lo es. En las últimas horas la horrible pandemia se ha cobrado una pieza de las grandes, José María Galante Serrano, ‘Chato Galante’, represaliado por Franco y activista por la democracia y los derechos humanos. Miembro del sindicato democrático de estudiantes desde 1967, Chato Galante fue apresado el 5 de octubre de 1969 y torturado durante tres días en la Dirección General de Seguridad, Puerta del Sol. Lo que tuvo que soportar solo lo supo él. Pero salió vivo para contarlo, pese a la crueldad de Billy El Niño, y su testimonio sobre la verdad, como el de otros muchos que sobrevivieron a la dictadura, fue la auténtica victoria de los demócratas republicanos y la derrota final de los fascistas.
Chato era una de esas voces esenciales que nos ayudaban a no olvidar lo que puede ser la pesadilla del fascismo. Porque la memoria histórica no es algo que solo está en los libros, ni un simple concepto que unos quieren recuperar para meterlo en un museo y otros enterrar para siempre porque resulta incómodo, perturbador, molesto. La memoria es la gente que recuerda y lo cuenta de viva voz. La memoria es la carne viva de la historia, la suma de recuerdos de todas y cada una de aquellas víctimas que vivieron el holocausto de la guerra (la nuestra y la mundial), el estruendo de las bombas cayendo, el terror de las botas militares chasqueando en calles desiertas y el rugido de las fanfarrias y los himnos militares. La memoria es, en fin, la propia gente que pasó por aquello, los traumatizados y torturados por los totalitarismos de todo signo del siglo XX que ahora retornan con fuerza, aunque convenientemente tuneados, disfrazados bajo el metal de la robótica, el neón y la tecnología.
‘Chato Galante’ era uno de esos médiums de la historia que nos ponían en contacto con nuestros fantasmas del pasado; la voz que sobrevivió a los fríos y lóbregos calabozos de la dictadura y que ahora se asfixia por la neumonía; la palabra que se apaga en medio del caos y la confusión de los hospitales saturados. La peor tragedia de este apocalipsis repentino que nos ha caído encima es que el virus se ceba precisamente con ellos, con los mayores, con los más sabios, con los depositarios del legado de la memoria, la experiencia y el conocimiento. Toda esta plaga diabólica parece el resultado de un experimento de laboratorio hecho a propósito por un científico loco, un Mengele que se hubiese propuesto aniquilar a toda una generación de viejos, nuestros chamanes de la tribu, para resetearnos la memoria y que empecemos de cero, ya con el disco duro limpio, sin los míticos y heroicos relatos de aquellos que hasta ahora nos contaban, mostrándonos sus heridas físicas y espirituales, cómo fue el infierno del convulso siglo XX.
Una sociedad sin ancianos es una sociedad vacía, sin alma, condenada a la falta de memoria y a repetir los errores del pasado. Borrada toda una generación de resistentes que contaban demasiadas batallitas del pasado sobre ciertas ideologías nocivas que de nuevo tratan de abrirse paso y que encima gastaban un pastón en pensiones, la vía queda expedita, ya sin memoria, ya sin recuerdos, para construir el nuevo orden mundial planeado por Donald Trump y otros, un futuro apocalíptico lleno de grandes multinacionales sin Estados, de ordenadores absurdos, de gente aterrorizada y confinada en sus casas y de extraños virus envenenando el aire, como en la peor distopía de Philip K. Dick. Muertos e incinerados los viejos, los que molestan, el plan económico-político futurista repleto de apabullante tecnología pero sin sentimientos, sin abrazos, sin valores morales y sin besos, puede comenzar. Ya lo ha dicho el jefe de Epidemiología Clínica del Centro Médico de la Universidad de Leiden (Holanda): “España e Italia admiten a personas demasiado viejas con covid-19 en las UCIS de los hospitales”. Más claro agua, solo le ha faltado decir que hay que dejar que se mueran.
Emilio Lledó, nuestro más brillante y necesario filósofo, nos dice desde su reclusión en un piso de Madrid: “El virus no nos vencerá. En absoluto. Pero debemos estar alerta para que nadie se aproveche de lo vírico para seguir manteniéndonos en la oscuridad y extender más la indecencia. Sobrecoge ver el poder que tienen sobre nosotros ciertas personas disparatadas, pues un imbécil con poder es algo terrible. Deseo de verdad que esto nos sirva para algo como sociedad. Que propicie un nuevo encuentro con los otros en la polis, en la vida en común”. Que así sea, maestro, y que la vida de dolor y sufrimiento que experimentaron Chato Galante y tantos otros de su prodigiosa generación no caiga en el olvido.
Viñeta: Iñaki y Frenchy
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