(Publicado en Diario16 el 6 de febrero de 2020)
Los especuladores, como ya hicieron con otros sectores de la economía, han terminado por arruinar nuestros excelentes campos. España siempre ha sido un país rico en productos de la tierra pero hoy, tras años de abandono y políticas nefastas, tenemos que asistir con tristeza y resignación al acta de defunción del mundo rural. Los agricultores están viendo cosas hasta hace poco tiempo impensables, como nuestros aceites de primerísima calidad en manos de una multinacional italiana; la importación masiva de naranjas de Marruecos mientras nuestros cítricos levantinos, los mejores del mundo, se pudren en el suelo; y la caída en picado del precio por kilo de cebada a niveles de hace cincuenta años. Son solo tres ejemplos (hay muchos más) de cómo algunos han matado la gallina de los huevos de oro, esquilmando la gran despensa de Europa que era España.
Ayer, cientos de agricultores hartos de la decadencia y la ruina del agro español se concentraron frente al Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación para exigir soluciones al Gobierno. Las organizaciones de agricultores y ganaderos madrileños Asaja, Coag y UPA cortaron el tráfico y lanzaron un grito de socorro a la sociedad ante “la falta de futuro” para sus explotaciones agrarias debido, principalmente, a la baja rentabilidad de sus productos.
¿Pero cómo hemos llegado a esta situación de crisis profunda que parece ya irreversible? Hay numerosos factores, todos ellos complejos, aunque sin duda uno de ellos tiene un nombre propio: especulación pura y dura. Buena parte de culpa la tienen las distribuidoras, es decir unas cuantas multinacionales, apenas cuatro o cinco, que controlan el mercado en forma de oligopolio, fijando precios abusivos en función de sus intereses y haciendo negocio con las grandes superficies y cadenas de supermercados. Estos intermediarios inflan los precios desde que se recoge el producto en el campo hasta que se vende en cadenas como Mercadona o Carrefour. A grandes rasgos, lo que los agricultores denuncian es la desproporción que se da entre el precio al que venden su producto en origen y el precio de venta al público. Por ejemplo, la patata. Por cada kilo de este producto se le paga al agricultor unos 15 céntimos. Sin embargo, en el proceso de comercialización hasta el consumidor el valor se multiplica por 8, hasta venderse a 1,20 euros el kilo. Es decir, 700 veces más caro. Pero ese mismo encarecimiento se da en otros alimentos de primera necesidad para los consumidores. Por un kilo de cebollas el agricultor percibe solo 20 céntimos. El consumidor paga 1,47 el kilo, un 625% más. El margen comercial en la naranja alcanza un 574%. El agricultor recibe 23 céntimos por kilo y en el mercado se compra a 1,92 euros, siete veces más. El negocio para algunos es redondo, mientras la ruina para otros es completa. Y entre medias, el ciudadano es estafado, ya que se ve obligado a pagar un dinero desorbitado. Así es como funciona esta especie de red organizada neoliberal que se ha instalado entre nosotros jugando con algo tan básico como es la comida, degradando la confianza en el sistema económico y erosionando el Estado de Bienestar.
Estamos hablando por tanto de especulación a gran escala, al igual que ha sucedido en los últimos años con otros sectores como la banca o la construcción. Por ello, los agricultores y ganaderos han pedido al Ministerio y a la Comunidad de Madrid que trabajen para reequilibrar la cadena agroalimentaria y que no permitan los “abusos que sufren por parte de algunas empresas de la industria y la distribución”, según un comunicado del sindicato Asaja.
Entre las demandas de los profesionales del campo está también la reivindicación de un sistema de seguros agrarios fuerte; que se gestione la fauna salvaje y se compensen las pérdidas que esta ocasiona; que se impulse un etiquetado transparente; que se preste especial atención a sectores vulnerables como el apícola; y que se conciencie a la sociedad sobre la importancia del sector agrario.
El problema es gravísimo, hasta el punto de que estamos hablando de que en un futuro no tan lejano el sector primario podría estar condenado a la extinción. ¿Qué comeremos entonces? ¿Importaremos plátanos de Rusia arrinconando los de Canarias, tomates de Groenlandia en lugar de los murcianos, manzanas de Canadá en sustitución de las asturianas? Ese parece ser el futuro negro que le espera a nuestros campos.
Mientras tanto, la movilización de los agricultores ha hecho saltar las alarmas en Moncloa. El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, ha pedido a las grandes superficies de distribución que hagan “examen” y “autocrítica” por la caída de precios en la agricultura, al tiempo que ha advertido de la necesidad de introducir mayor transparencia en la cadena. “Es evidente que las grandes distribuidoras tienen que hacer un examen, una autocrítica, y tenemos que introducir muchísima más transparencia para defender al pequeño y mediano agricultor y ganadero”, ha declarado el jefe del Ejecutivo español. Sánchez ha considerado “absolutamente inaceptable” que el sector esté viendo cómo los precios de los productos agrícolas “bajan, bajan y bajan”, ha dicho, tras constatar la preocupación del Gobierno. Por su parte, el Ministerio de Agricultura ha tomado nota y trabaja ya en un plan urgente para tratar de revertir la situación.
Parece claro que el problema de los precios agrícolas solo podrá resolverse con un mínimo intervencionismo estatal, demostrándose así la gran falacia neoliberal de que al mercado hay que darle rienda suelta sin control, permitiendo la formación de un oligopolio especulativo que está arruinando un sector estratégico y a todo un país.
Pero ayer no solo hubo reproches al Gobierno por parte de los profesionales de la agricultura. La jornada de manifestaciones sirvió también como serio correctivo y cura de humildad para Santiago Abascal, que se presentó por sorpresa ante los agricultores como gran y único salvador (y de paso para pescar unos cuantos votos entre los enfurecidos damnificados). La idea no podía terminar bien en un ambiente tan crispado: el líder populista terminó siendo abucheado, entre gritos de “sinvergüenza”, y tuvo que salir de allí por piernas. “Es lamentable que algunos vengan a reírse de nosotros en nuestra cara, a prometer cosas que saben que no las pueden hacer y no las van a cumplir; es lamentable que estas personas estén aquí hoy chupando cámara”, manifestaba megáfono en mano uno de los líderes sindicales, que invitó a los diputados de Vox a “abandonar la concentración”. Algunos agricultores pidieron a Abascal que enseñara “los callos de las manos”, si es que había trabajado alguna vez en el campo, y le dieron un consejo: si quiere ayudar de verdad, y no solo hacer populismo barato, que dé la cara por ellos ante las grandes distribuidoras y superficies culpables de la crisis del campo. Seguramente no lo hará porque, por mucho que diga el jefe de Vox, él defiende a los suyos, a los de siempre. O sea a los magnates del maldito oligopolio.
Viñeta: Iñaki y Frenchy
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