(Publicado en Diario16 el 22 de febrero de 2020)
Durante siglos, la fiesta de los toros fue considerada como la quintaesencia definitiva de España, el elemento diferenciador respecto al resto de Europa y el gran símbolo de un país y de todo un pueblo. Poetas y pintores rodearon de una magia, un romanticismo y una épica extraña un evento cruel y violento que en realidad solo tiene un único objetivo final: el disfrute de la sangre, el sacrificio de un animal indefenso a manos del amo y señor (el hombre macho, por supuesto) y la cruel exaltación de la tragedia de la muerte. A lo largo de los tiempos se han escrito tratados enteros analizando las diferentes técnicas del toreo (manoletinas, pases de pecho, verónicas, certeras estocadas…); gruesos manuales para tratar de justificar que la tauromaquia es una ciencia tan perfecta como la física cuántica; novelones eternos y maravillosos poemas que pasarán a la posteridad, tanto de autores españoles como extranjeros. Todo un universo mítico y sobrenatural que se ha querido envolver como “alta cultura” cuando en realidad el toreo, desde el punto de vista antropológico, tiene un origen mucho más prosaico y fácil de explicar, ya que se remonta a los tiempos de las cavernas, cuando el ser humano en taparrabos vivía aterrorizado por los espíritus, los animales feroces y los cataclismos naturales. Aquello del tótem del toro y la leyenda del Minotauro, tan extendida en las culturas mediterráneas antiguas, desde Creta hasta Tartessos.
Lo reconozcan o no los taurinos, de ahí proviene la fiesta de los toros: de un residuo de atavismo, miedo, brutalidad y superstición del hombre antiguo ante las fuerzas cósmicas y desconocidas de la naturaleza representadas en el toro bravo. La lidia es un arcaísmo histórico y cultural asociado al atraso secular de un país, un fetiche psicológico, un complejo freudiano que el español nunca ha logrado superar del todo para extrañeza y sorpresa del resto de los europeos, que sí consiguieron dejar atrás las costumbres bárbaras del neolítico. Desde ese punto de vista, el toreo no es ningún arte, solo un vestigio de la prehistoria que con los siglos −por efecto del atraso de una sociedad como la española que hasta hace menos de cien años era íntegramente ignorante, feudal y analfabeta−, se ha ido envolviendo en una liturgia. La fiesta nacional es una mala costumbre, una adicción colectiva a la sangre y al sufrimiento del animal convenientemente escenificada (dulcificada) por pasodobles, botas de vino que corren por el tendido, un público por lo general poco cultivado y entregado a la violencia de la espada, la lanza y las banderillas y una explosión de guirnaldas, banderitas nacionales, trajes de luces y música que produce el efecto anestesiante y ceremonial en la parroquia. El toreo, desde todo punto de vista lógico y filosófico, es un símbolo del poder conservador y tradicional, una parafernalia arraigada del pasado, además de un espectáculo lucrativo, faltaría más. O sea, una expresión social metafórica de la “barbarie civilizada” y de la jerarquía, el orden y el poder establecido por las élites políticas, religiosas y económicas del país.
Viene todo esto a cuento de que el rey Felipe VI acaba de presidir la entrega de los Premios Taurinos y Universitarios de la Real Maestranza de Caballería de Sevilla, donde destacó el papel “cohesionador” de la fiesta. En su intervención, además de subrayar “el inmenso capital de talento y esfuerzo universitario y taurino” que esta institución ha dado a conocer, el jefe del Estado destacó que con la extensión de la enseñanza y la formación “una nación se hace más competitiva en lo económico y en lo tecnológico, más capaz de superar dificultades y más respetada y admirada en el mundo”. Y ahí es donde uno, en su ingenuidad, se pregunta qué demonios tendrá que ver la tauromaquia, una fiesta que consiste en matar a puyazos a un animal indefenso, con la cultura, el progreso, el conocimiento, la tecnología y el avance científico. Si nos fijamos en las potencias mundiales comprobamos que los americanos tienen la NASA; los chinos el 5G de Huawei; y los alemanes el motor Volkswagen (además de a Angela Merkel y su nuevo y necesario neokantismo humanista como último bastión contra los nazis emergentes). Nosotros los españoles, por el contrario, seguimos aferrándonos a las corridas de toros no solo como hecho diferencial aberrante sino como factor de PIB y de crecimiento económico, según se deduce de las palabras de Felipe VI.
Está muy bien que Felipe VI quiera avanzar en la educación y el progreso de su pueblo hacia la modernidad. Pero la pregunta es: ¿se consigue ese objetivo retrocediendo miles de años hasta la cueva, donde el incipiente sapiens colocaba al toro, como un ídolo sangriento y fetichista, en el centro del universo?
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