(Publicado en Diario16 el 9 de marzo de 2020)
El silencio que envuelve a la Casa Real en el turbio asunto de los supuestos testaferros del rey emérito implicados en los “papeles de Ginebra” es tan elocuente que sobran las palabras. La monarquía española está viviendo sus peores momentos desde la sentencia contra Iñaki Urdangarin por el caso Nóos, que salpicó de lleno a la infanta Cristina. La noticia de que la Justicia suiza, a través del fiscal Yves Bertossa, ha reactivado la investigación contra personas vinculadas personal y profesionalmente al círculo más íntimo de Juan Carlos I –publicada por Diario16 el pasado 19 de febrero– ha conmocionado a Zarzuela, que hasta el momento no ha sabido cómo reaccionar. Ni un solo comunicado oficial, ni una sola filtración a los periodistas de confianza que habitualmente cubren informaciones de palacio. Es como si la Familia Real española no tuviese nada que decir al respecto o mejor, como si hubiese quedado paralizada, fuera de juego, ante el aluvión de noticias y escándalos que llegan de Suiza y en las últimas horas también de Londres.
Felipe VI está dejando que pase el tiempo, lo que contrasta con la rápida reacción que ofreció los días más convulsos del procés independentista en Cataluña, cuando hizo su famoso discurso tratando de emular a su padre en el 23F. Llama la atención esa estrategia, sobre todo porque se antoja mucho más peligroso y letal para el futuro de la monarquía el escándalo monumental que persigue al emérito desde hace años que la declaración de independencia de Carles Puigdemont que duró 8 segundos.
En los últimos días Corinna Larsen, la “amiga entrañable” de Don Juan Carlos, ha anunciado que interpondrá una denuncia por amenazas contra el exmonarca español, al que acusa de haberla intentado extorsionar con una oscura operación del CNI y sus servicios de espionaje. Solo ese hecho exigiría, cuanto menos, un desmentido oficial. Una supuesta donación de 65 millones de euros del rey emérito en favor de su examante (desde cuentas opacas en Suiza a fundaciones en Panamá con el proyecto de construcción del AVE a la Meca de fondo) es un asunto lo suficientemente importante como para que alguien en Zarzuela se lo tome en serio y diga algo. Como también parecería lógico que Casa Real diera alguna explicación, a la mayor brevedad posible, sobre la presunta investigación que el fiscal suizo Bertossa ha abierto contra tres misteriosos personajes: Álvaro de Orleans, primo del rey, y Arturo Fasana y Dante Canonica, los gestores, intermediarios, asesores, expertos financieros o como se les quiera llamar. Sin embargo, el comunicado no llega y es como si la Jefatura del Estado viviera al margen del país, en otro planeta a cien años luz, de tal modo que nada de lo que ocurre aquí abajo, en España, puede afectarle.
La gran pregunta tras la polvareda mediática de la pasada semana es si una democracia como la nuestra puede continuar con este goteo incesante de escándalos sin que el jefe del Estado diga ni media palabra al respecto. Hasta donde sabíamos, un Estado de Derecho es ante todo “luz y taquígrafos”, transparencia total, para que el ciudadano sepa qué está ocurriendo en cada momento no solo en los tres poderes principales −el Legislativo, el Ejectuvo y el Judicial−, sino también en la propia Jefatura del Estado, máxima institución representativa del sistema parlamentario que los españoles se dieron en 1978. Sin embargo, los ciudadanos asisten con estupor a un volcán constante de noticias que hablan de comisiones y mordidas, exuberantes paraísos fiscales, donaciones multimillonarias, cuentas ocultas en Suiza, tráfico de influencias, evasiones fiscales e inmensas fortunas en dinero negro que van y vienen sin que nadie aclare ni justifique ni un solo euro.
Es obvio que la transparencia brilla por su ausencia, pero además se da otra circunstancia todavía más dañina para nuestra democracia: la sensación, ya instalada en la sociedad, de que hay una ley para el poderoso y otra para el ciudadano de a pie. Fue el propio rey Juan Carlos quien aseguró, en aquel famoso discurso de Nochebuena, que “la Justicia debe ser igual para todos”. Por lo visto, la frase ha quedado en una sentencia brillante para la historia pero con escaso valor real, nunca mejor dicho. En septiembre de 2018, los tribunales archivaron el caso de los famosos audios del comisario José Manuel Villarejo, en los que Corinna Larsen destapó los supuestos negocios, la trama de presuntos testaferros y el patrimonio oculto del rey emérito. Aquella pieza separada del ‘caso Tándem’, bautizada como ‘Carol’, se cerró en apenas un mes y medio, un tiempo récord si se compara con los largos años que la Justicia española suele tardar en instruir cualquier caso de corrupción de pueblo. Para justificar aquel carpetazo, el juez de la Audiencia Nacional Diego de Egea argumentó que los “actos” atribuidos por Corinna a Juan Carlos I se desarrollaron entre 2009 y 2012, cuando el rey emérito estaba blindado por la “inviolabilidad” constitucional. Una condición que, sin embargo, perdió al abdicar, en junio de 2014.
Respecto a la otra pieza separada que la Fiscalía Anticorrupción abrió poco después, la que investiga la supuesta trama de cobro de comisiones por la construcción del AVE a la Meca por parte de un consorcio de empresas españolas, tampoco cabe poner demasiadas esperanzas. Una vez más se topará con la inviolabilidad del rey emérito y si a esto unimos que el Parlamento español ya ha dado portazo a la creación de una Comisión de Investigación para aclarar el affaire, la única conclusión posible es que aquí se trata de pasar página sobre todo lo que afecte a la monarquía, sin llegar al fondo de las graves acusaciones y en aras a proteger la figura del gran patriarca de la Transición. Flaco favor para la institución monárquica, que por cierto sigue perdiendo puntos en los índices de popularidad entre los españoles precisamente por la pérdida de credibilidad y por no atenerse a unas mínimas normas de higiene democrática.
Así las cosas, cerrado el paso a la verdad en los tribunales españoles, el conocimiento de los hechos queda en manos de un fiscal suizo, el citado Bertossa, y ahora también de un juez londinense que tendrá que dilucidar si hubo acoso del CNI a Corinna Larsen, tal como ella ha denunciado. Es decir, España ha pasado de la célebre sentencia unamuniana “que inventen ellos” a otra todavía más anacrónica, “que juzguen ellos”, completándose así el destrozo a la imagen de nuestro país.
Nadie discute que el papel del rey, hoy emérito, fue decisivo durante la transición de España de la dictadura a la democracia. Pero tan importante como reconocer ese rol trascendental es aplicar a la Casa Real los mismos parámetros democráticos que a cualquier otro poder del Estado. Considerar a la Zarzuela como un coto privado soberano, un reducto jurídicamente inexpugnable, un oasis de impunidad donde ni la policía, ni los jueces, ni el Parlamento pueden entrar, es tanto como volver a aquellos años en los que el general Franco vivía con los suyos, feliz, seguro y apaciblemente instalado sobre el bien y el mal en el Palacio Real de El Pardo. Unos tiempos de oscura impunidad que dábamos por superados. Por desgracia, parece que la Transición llegó a todos los estamentos y magistraturas políticas menos a la Jefatura del Estado que, visto lo visto, sigue funcionando con absoluta autonomía incluso por encima de la ley. Como en las peores dictaduras bananeras.
Viñeta: Igepzio
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